Claro que, bien mirado, ¿para qué
tanta prisa y tanta madrugada?
A Carlos le pesaban las mantas
después de tanto abrigo nocturno y un sueño bien ligero. La luz se abría paso por
las pequeñas grietas que dejaba una persiana mal bajada. Era una luz tenue y
brumosa, llegada del confín del horizonte. Porque el horizonte de la luz era
infinito, pero el de la vida de Carlos se agotaba en pocos metros.
Hacía más de dos años que su
nombre engordaba las listas del paro. Desde aquel maldito día en el que le
comunicaron que la reiterada falta de pedidos obligaba a cerrar las puertas de
la fábrica. Desde entonces, se había sentido inútil y sin fuerzas para
emprender cualquier nuevo camino. Y no es que no lo hubiera intentado. No conocía
otro oficio, pero alguien le inventó un modelo de currículo en el que, sin
mentir ni decir toda la verdad, se mostraba dispuesto a cualquier tipo de
trabajo con tal de sentirse útil y poder aportar algo a su casa.
Porque en casa de Carlos vivían
cinco personas: su esposa, sus dos hijos y su suegra. Y todo era contar y
estirar la libreta de su suegra, aquella en la que cada fin de mes se
ingresaban apenas unos cientos de euros. Después todo se ajustaba y se
controlaba: la cesta de la compra, el gasto de los niños, cualquier viaje
obligado y la lista de proyectos, que se había reducido a un sueño sin fecha
fija y a plazo indefinido.
Cundo Carlos volvía de llevar a
los niños al colegio, rumiaba su silencio, miraba por la ventana la ladera
frondosa de la sierra y recordaba otros días en los que apenas tenía tiempo
porque el horario más las horas extra apenas le dejaban momentos de descanso. En
casa observaba a su esposa e intercambiaba con ella alguna conversación corta. Después,
casi a diario, se marchaba, calle Mayor arriba, en busca del parque, donde se
encontraba con otros vecinos que engordaban como él la lista de desocupados de la
pequeña ciudad en la que vivía.
La ocupación más común se
solventaba en dar vueltas y más vueltas
por el rectángulo verde y en pegar la hebra arreglando el mundo y sus
maldades. Ya apenas hablaban de la situación en su ciudad, como si no les
quedara esperanza en ellos mismos ni en lo que les rodeaba.
Ahora Carlos sigue mirando al
cielo y paseando por el parque. Pero sueña con que la primavera le traerá
buenos paisajes, mejor temperatura y algún extraño envite con el que salir de
este extraño sopor al que lo han obligado y al que él seguramente también ha
contribuido con su excesiva complacencia. Carlos se ha apuntado a un sindicato,
está estudiando un curso de especialista en agricultura y, sobre todo, sueña. En
casa sonríe a sus hijos y, cuando en la televisión aparecen las noticias, apaga
el aparato y cuenta a la familia sus proyectos y sus esperanzas. El último sábado
se ha cogido a sus hijos y los ha llevado hasta un altozano desde el que se
divisan los lugares más verdes y los lejanos llanos. Y les ha explicado sus
ansias y sus sueños. En el descanso del altozano han tomado un bocadillo y han
bebido de una fresca fuente. Tal vez los niños también han soñado y se han
soñado en lo que su padre les estaba proponiendo. Ellos son bien pequeños y les
queda todo el tiempo del mundo. Y todos los proyectos. Y toda la esperanza.
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