Sospecho
que es el olfato el sentido más raro y menos próximo. Todo se ve y se mira, se
gusta lo que se puede y se convierte en materia de choque y de contacto, se oye
ruido continuo (aunque se escucha poco o tal vez nada), se toca sin cuidado y
como al mando de un impulso iniciático. Pero se huele poco; o eso parece a
simple vista.
Tal
vez es el olfato ese sentido oculto que te pone en contacto con los otros, que
despierta del sueño y pone en guardia al resto de sensaciones. Desde el olfato
nos vamos a la vista, a saciar la curiosidad de lo que vela el olor y lo que
esconde su esencia; desde el olfato nos vamos a dejar que todo fluya y se
escuche y se toque, y se guste, y se goce o se sufra.
Acaso
es el olfato el sentido más denso y más espiritual pues siempre es solo indicio
que lo que viene luego, de lo que está detrás de las especias, de ese
significado oculto que aguarda a ser descifrado; con él el mundo se hace a la
vez más gustoso y más extenso, pues todo se puede multiplicar en la
interpretación de lo que huele. La vida se hace así más atractiva pues desde el
olfato se sugiere después de haber reducido las cosas a sus simples indicios. Es
el olfato entonces como el primer vagido, como si el primer eco nos levantara
hasta el nivel de la existencia, como si fuera el ángel que nos anuncia todo…
Nuestro ánimo entonces se despierta, se pone en pie y espera con la esperanza
cierta de que algo va a pasar o está pasando.
Y
es casi todo lo que pasa por el filtro del olfato. Porque se huele todo. Se
huele la presencia de la vida, el despertar oscuro o luminoso, las páginas
azules de los libros y ese denso ambiente del suelo tras la lluvia, la candidez
de un niño mientras duerme, el susurro de amor que esconde ese perfume o el
rechazo al que apunta cualquier otro… Se huele con amor el pan caliente que
adensa hasta el ambiente de la casa, el plato compartido con paciencia, la
soledad de un hijo y la alegría de su estado feliz y positivo…
Todo
termina oliéndose, como señal primera, como intuición solemne, como vislumbre y
feliz presentimiento, como primera conquista y primer aprehendimiento, como
inicial posesión. Ay de aquel que no sepa oler y no se deje llevar por el amor
de sus señales, que no tenga deseos de hincar bien las narices en todo lo que
asoma por la vida, que no coma primero del olor de todo lo que a su lado crece
y se desgrana.
Dicen
que los niños no ven bien cuando nacen y que no empiezan a distinguir hasta que
no se asientan en la vida. Seguro que su olfato sí distingue la segura presencia
de la madre y el olor algo tan extraño de ese nuevo destino que es su vida. Después
llegan los días, y con ellos las horas escondidas y las posibilidades, que tal
vez se despeñen sin habernos dejado ni siquiera noticia de su existencia. Hay que
oler los principios de la vida y empaparnos con todas sus fragancias, oler la
rosa antes de verla y cogerla y tocarla y sentirla y gozarla… Y seguir oliéndola
hasta morir con ella y sus efluvios.
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