“Un niño, un maestro, un lápiz y un libro pueden cambiar el mundo”.
Con estas palabras terminaba su discurso ante la ONU, el día 12 de julio de
2013, el mismo día en el que cumplía 16 años, Malala Yousafzai, la joven
paquistaní que fue tiroteada por algún talibán en la cabeza el 9 de octubre de
2012 en el norte de Paquistán, región pashtún en la que un mulá (mejor si uno
se olvida del acento) estaba empeñado (y lo sigue estando) en que es él quien
tiene que interpretar a Alá según le convenga. Salvó su vida de milagro y,
después, los acontecimientos se han sucedido vertiginosamente, no sé si siempre
para conservar la sencillez de esta niña o adolescente.
Hoy he dedicado unas horas a
leer el libro autobiográfico de Malala, uno de esos textos que sirven como
referencia, como modelo de lo que la imbecilidad del ser humano puede alcanzar,
sobre todo en nombre de algún dios. La historia de aquellos territorios explica
algo de lo que se está produciendo ahora mismo y los vaivenes e intereses que se
han sucedido como las olas a favor siempre del viento que más sopla. Lo malo es
que la situación de esa cadena de intereses ha dado el recuelo actual de un
territorio machacado por el fanatismo más inhumano.
Porque, además de la historia,
está el marco y el subsuelo de la religión. En su nombre se siguen cometiendo
atrocidades y despropósitos sin fin. Como ha sucedido en la historia de otros
territorios y en otros momentos.
Malala nunca ha renunciado a
ningún principio religioso de los enunciados en el Corán, si acaso se muestra
como una fiel cumplidora de ellos. Sencillamente se niega a que la
interpretación de los mismos la haga cualquier desalmado que condena a la mitad
de la población a la falta de libertad física y a llevar una vida normal y
sosegada. Y sobre todo se niega a que esos principios religiosos sean incompatibles
con el acceso a la educación y al desarrollo de la razón tanto en el hombre
como en la mujer.
Y es que, en cualquier
interpretación rigurosa de cualquier credo religioso, casa mal el desarrollo de
la inteligencia, la presencia del libro y del lápiz y el deseo de la persona por
desarrollar la capacidad racional con el sometimiento absoluto al dios de que
se hace depender todo. La razón iguala posibilidades, la religión las elimina o
las concentra en los intérpretes de la misma. Y así no hay ni adelanto ni
comprensión ni convivencia en igualdad, sino oscuridad, temor, dolor,
ignorancia y freno continuo a cualquier adelanto y desarrollo.
Toda la Historia es un mantel
en el que se expone una colección completa de enfrentamientos entre razón y fe.
La primera se ha ido haciendo paso siempre a duras penas y con dolor, con
muchísimo dolor. Arrancarle hojas a los libros sagrados sí que ha costado
sangre, sudor y lágrimas.
En distintos niveles y con
distintas intensidades, el fenómeno se repite a diario y en todas las
latitudes. Malala ha sido un ejemplo de valor en una niña y en una adolescente
que se ha enfrentado en el primer frente de batalla y que ha estado a punto de
pagar la osadía con su vida. Y todo por pedir la libertad para ejercitar la
mente, para sencillamente tener la posibilidad de educarse, de ir a la escuela
a pensar y a desarrollar sus capacidades y su razón. Los distintos
reconocimientos que se le han hecho se extienden a todos aquellos que, desde
sus lugares y sus situaciones, alzan la voz para recordar y exigir que el ser
humano, por el hecho de serlo, tiene una dignidad y unas libertades que no hay
dios que se las pueda cercenar ni ser humano que se las pueda disputar ni
prohibir, y que una de las principales ayudas que podemos prestar a nuestros
semejantes es aquella que le pone en disposición de ejercer ese derecho a la
educación y a organizar su vida de acuerdo con sus capacidades racionales.
Por desgracia, en los mismos
territorios y ahora mismo, siguen existiendo muchas Malalas que siguen
secuestradas y condenadas a la obediencia más ciega y a la humillación más
degradante. Y los opresores lo siguen haciendo en nombre de algún dios. Y
encima están dispuestos a destriparse por extender esos métodos por los cuatro
puntos cardinales. Qué barbaridad.
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