miércoles, 19 de abril de 2017

JUSTICIA Y CARIDAD


Al programa habían acudido solamente los progenitores y dos de sus hijos, de dieciséis y de cinco años. Pero la familia era numerosa: cinco hijos y tres de los abuelos bajo el mismo techo. Desde por la mañana habían sido agasajados con visita guiada al centro de televisión y comida gratis.
A media tarde, en cuanto se encendía una lucecita roja, el programa estaba en antena. El presentador de turno se las ingenió para que la madre fuera relatando las calamidades por las que pasaba la familia. El niño más pequeño, asustado, se agarraba a las piernas de su padre y el mayor asentía a cada hecho que esta relataba. Por su parte, el padre ponía cara de consternado, como dando por bueno todo lo que allí oía. Alguna vez incluso apostillaba para redondear la ambientación penosa de su estado.
Los espectadores no tardaron en poner también cara de circunstancias y, a los diez minutos, ya se veían lágrimas resbalando por muchas mejillas. El ambiente se iba humedeciendo con la cara de la desgracia como envolvente; el silencio se adensaba y se escuchaban suspiros en el fondo de las gradas.
El programa estaba consiguiendo lo que buscaba: presentar la cara más lastimera de la realidad y mostrar la buena nueva de la caridad como soplo de esperanza para los más necesitados.
El momento culminante se produjo cuando el presentador anunció una llamada telefónica desde el exterior. Alguien se ofrecía para paliar aquella situación de necesidad y de pobreza con una cantidad respetable de dinero. De ese modo aliviaría a la familia y también su conciencia. Para eso servían los actos de caridad.
La familia lloraba, los espectadores hacían otro tanto y los pucheros y jipíos del niño se hicieron más intensos, el aplauso se hizo estruendoso. El clímax estaba logrado y la catarsis general también. Lástima que solo faltara una cosa que no era fácil conseguir con aquel formato de programa y con aquella escala de valores: extender este hecho a todos los necesitados. Es el precio que hay que pagar cuando se confunde la caridad con la justicia, el derecho de todos con el óbolo del día de la estampita, la sana rebelión con el tendrá que ser así porque siempre ha sido así.
Ante el televisor había muchas otras familias que miraban y lloraban, admiradas por la caridad y la buena voluntad de algunas personas, pero se preguntaban si no les podía tocar a ellos también. Seguramente pensaban que lo que veían estaba bien pero preferían ser tratados desde la justicia mejor que desde la caridad, desde los derechos mejor que desde la conmiseración, desde la igualdad de oportunidades mejor que desde las migajas que acallan hambres y conciencias solo por un rato.

Algún espectador pensó que, mientras llegaba o no la justicia, buena era la caridad, porque los hechos no podían esperar; no obstante, se le hacía cuesta arriba ver de qué modo se tapaba una situación permanente de falta de justicia con un arreón momentáneo de caridad. Y cortó la tele y se fue a pasear pensando lo que había visto.

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