LA
ESTRATEGIA DEL MIEDO
Desde que se producen las consultas electorales, lo
que el votante observa no es tanto el conjunto de medidas propuestas para la
acción de un posible gobierno por parte de cada partido, sino los
enfrentamientos y los exabruptos verbales que los medios de comunicación
expurgan de los mítines y trasladan a la población. De este modo, lo que viene
a flotar en el ambiente no es el entusiasmo ante una escala de valores y de
actuaciones posibles, sino cierto desconsuelo por esa manera de tirarse trastos
a la cabeza.
Tampoco debería escandalizarnos entender que todo en
la vida tiene algo de comparación, de relación con las otras posibilidades que
se nos ofrecen, que nada hay absoluto y que todo es relativo. Mirar hacia ambos
lados serenamente y analizar propuestas debería ser lo normal y menos malo.
Pero ir ya con los prejuicios puestos y con la coraza al pecho dificulta el
análisis y la elección. Y, sobre todo, nubla la razón y deja todo en el nivel
del entusiasmo, del forofismo y de los impulsos menos elaborados: si son de los
míos, todo es bueno y disculpable; si son de los otros, todo es malo y
culpable.
En las últimas décadas, esto se ha visualizado bien
con aquello del dóberman o con los diversos pactos anunciados, cumplidos o sin cumplir. Las elecciones de hace un
par de años fueron marcadas por casi todos los partidos con el miedo a que
llegara la extrema derecha al poder con la derecha tradicional. Como si no
existiera nada más en el mundo. Todo se justificaba por el miedo a que llegara
la extrema derecha. La estrategia del miedo.
Cuando vienen mal dadas -por corrupción, por
desafección o por cualquier otro motivo-, esta estrategia se viene abajo como
un castillo de naipes, incluso entre los más audaces defensores de la misma y
se produce un vacío difícil de llenar si no se acude a otras fuentes.
Uno, humildemente, ha pensado siempre que las ideas
están ahí para que las analicemos y para que, si las consideramos positivas,
nos apoyemos en ellas en toda hora para establecer programas de actuación
política en sentido positivo y no como defensa o miedo ante los demás. Y eso
cuando vienen bien dadas y cuando vienen mal dadas.
¿Qué están haciendo ahora todos los que se han pasado
los días y las noches machacando con la idea aquella de que viene el lobo? Pues
que andan desarmados y desorientados. Y lo que les ha servido hasta hoy parece
que ya no les vale y hasta utilizan expresiones como aquella de “que ya no
cuela”.
Una vez más estamos ante la graduación de las ideas y
de las expresiones. No se trata de olvidar ni de dejar de exponer lo que
significa el gobierno de unos y el de los otros, claro que no. Pero no es bueno
convertir eso en la principal estrategia. Muy por encima de ello está el
conjunto de ideas positivas en las que uno cree, o sea, eso que llamamos
ideología.
Cualquier momento es propicio para acudir a las ideas
por encima de todo. Los que vivimos ahora lo son aún más. Por encima de ruidos
y de escándalos, de insultos y de carroñas, las ideas y los ideales nos
aguardan como guías de actuación. Siempre una idea es más honda y permanente
que un grito o que una venganza. Son las ideas las que dignifican al ser
humano, no las victorias momentáneas ni los tropezones aparatosos.
De modo que el rearme tiene que venir por las ideas,
por su análisis y por su defensa. Entonces, la base será más fuerte y la
consistencia mayor. Es la forma menos mala de superar dificultades y caídas,
que jalonan las sendas de todos los partidos, aunque no sea en la misma medida
y se les den las mismas soluciones.
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