Pocas fiestas me producen sensaciones tan contradictorias
como esta de Reyes. Por una parte está todo el ambiente de la magia, de la
sorpresa y de la ilusión del mundo de los niños; por otra todo lo relacionado
con el trasiego comercial que con ella se produce.
¿Quién podría poner reservas a que un niño viva momentos de
ilusión y de magia? Para que mi nieta, o cualquier niño, se emocione, yo estoy dispuesto
a vestirme de rey, a declararme monárquico, a organizar una cabalgata, a
aburrirme soberanamente toda una tarde de compras y hasta a afirmar que el día
es la noche o viceversa.
Pero no estoy muy seguro de que el mundo de la emoción y de
la magia se consiga solo con este ritual al que asistimos casi todos complacidos
y sin poner ningún pero. Momentos de magia y de ilusión se pueden crear de
muchas maneras y en cualquier día del año, con cosas pequeñitas y elementos más
visibles y próximos al niño, más creíbles y educadoras. ¿A qué nos lleva la
costumbre de unos reyes, de oriente, desconocidos, sin continuidad y con fecha
segura de caducidad? Yo creo que a contento momentáneo pero a desilusión
posterior, a desengaño en esos momentos en los que el niño empieza a sospechar
que lo que no puede ser no puede ser y además es imposible. Parece como si
quisiéramos ordenar la vida en un orden decreciente desde lo sublime hacia lo más
mostrenco y desengañado; como si quisiéramos afirmar algo así como déjate
llevar por la magia que después la vida ya se encargará de darte palos por
todas partes. El panorama, así visto, no se presenta demasiado halagüeño. Yo
apostaría por una educación más sencilla y próxima a lo verosímil y abarcable
por el ser humano. No es poco si lo pensamos bien. ¿Por qué no pensar, por
ejemplo, en lo que significa compartir entre los seres con el reparto de
regalos? No necesitamos ni reyes, ni príncipes, ni ministros… Nada. Nosotros
mismos lo podemos organizar sin aspavientos y con resultados más positivos,
educativos y duraderos. ¿Para qué necesitamos engañar a nuestros niños con algo
que no resiste ni el más mínimo razonamiento? ¿No es más fácil enseñarles que
no hay magia que consiga repartir regalos en todos los hogares del mundo en una
sola noche? Pienso que no se pierde nada y que se gana mucho. Pero sé que es un
camino pedregoso y que ataca sentimientos y costumbres muy arraigadas.
El resto me resulta mucho menos atractivo. Todo es comercio y
publicidad, dominio del dinero e imposición del poderoso. Para paliar el asunto
(o acaso por acabar de completar el negocio) se suman las campañas caritativas
de los mercadillos beatíficos de ningún niño sin un regalo y todas esas cosas
que envuelven el mundo por unos días en una atmósfera de cuidados paliativos,
mientras nos lanzamos a la cuesta de enero con toda su crudeza y realidad. Claro
que, para ello, ya se ocupan de recetarnos la medicina de las rebajas, otro
señuelo más hasta que el Corte Inglés dé la salida de “ya es primavera” y nos
sitúen en una nueva etapa de un ciclo interminable. ¿Por qué supeditar todo al
dinero si es evidente que se pueden hacer muchas cosas sin su concurso o al
menos con menos del que nos empujan a conseguir? Después llegan los fracasos y
los enfados, las situaciones de desesperación y las protestas porque el sistema
no nos acomoda según nos gustaría.
¿Por qué no pensamos alguna vez si no será el sistema el que
nos descoloca a casi todos y si no será necesario cambiarlo o al menos
modificarlo profundamente? Tal vez proponer esto el día de Reyes sea atrevido.
Tal vez. Pero es en estas ocasiones en las que mejor se puede ver si merece o
no merece la pena.
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