EXAMINO
LA ATMÓSFERA CELESTE
Examino
la atmósfera celeste
en esta
tarde luminosa y lenta
de un
noviembre de otoño. Mi mirada
se dirige
a la luz de las estrellas.
El cielo
es todo azul. Dios está en calma.
Es la naturaleza un sueño dulce.
Mi estado de confianza dura poco,
solo mientras recuerdo otros sucesos:
los hechos desgraciados producidos
al amparo engañoso que provoca
la civilización y sus acosos
-Hiroshima es de fuego y Nagasaki
es un grito terrible entre cenizas-;
hay tsunamis, volcanes, terremotos
que rugen con su furia desatada
y anuncian que ellos solos son bastante
para expandir la muerte y el abismo;
nadie sabe si hay vida en otros mundos,
y, si la hay, desconocen la existencia
de este exiguo y minúsculo planeta;
hay plagas y epidemias y tragedias...
Miro al sol y le pido humildemente
que atempere sus rayos, y a la atmósfera
que siga en equilibrio mucho tiempo,
como boina que ampara la existencia
de ese rastro de vida que me acoge.
En esta situación, me veo inquieto,
me puede el pesimismo, me persigue
un rastro de tristeza y de desánimo.
Una nube traspasa el horizonte.
Un pájaro se posa en una rama.
Hay personas del brazo paseando.
Miro de nuevo al sol y al firmamento
y entono una oración en el silencio.
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