lunes, 14 de octubre de 2019

NOTAS DE VIAJE (GRECIA II)



Saltar en una sola jornada desde el extremo occidental del Mediterráneo hasta la parte más oriental es solo asunto de tiempos muy recientes. Cuando los fenicios surcaban sus aguas para  negociar con los productos, se despedían de sus tierras por una larga temporada; los romanos tardaron su tiempo en hincar el diente a las tierras occidentales y norteñas de esta nuestra península, por pensar solo en algunos casos históricos. Hoy todo esto queda solucionado con esos pájaros gigantes que surcan el espacio como si las leyes físicas de la gravedad se hubieran tomado un respiro y no quisieran actuar contra nosotros.
La mañana se despertó en Barajas conociendo y saludando a los que nos iban a acompañar en el viaje y al guía que se hacía cargo de nosotros. Las primeras impresiones son siempre un poco traicioneras, pero yo me dejo llevar bastante por esas primeras miradas, por esas primeras preguntas, por esos aspectos, por los primeros comentarios. Y no quiero engañarme: no fueron los mejores. La culpa, en la mayor parte, tiene que ser mía pues ya parto con prejuicios en esta clase de viajes. Cada uno tiene sus inquietudes y sus expectativas. Yo solo puedo pedir respeto a los elementos comunes y poco más: horarios, puntualidad, no demasiadas vulgaridades… Qué sé yo, esas pequeñas cosas que afectan al desarrollo elemental de la convivencia y que la hacen posible en sus mínimos necesarios. Nada más. Procuraré olvidarme del contexto humano y pensaré en mis asuntos. Me salva, por otra parte, la ventaja de viajar con mi esposa, con mi hermana Fide y con Pedro, su marido. Tiene sus ventajas y sus inconvenientes eso de poderte aislar un poco de todo.
Así que nos vimos en el cielo a eso del mediodía. Con todo por delante y a vuelo de pájaro de las llanuras del centro de la península. Un cálculo equivocado en los billetes me situó solo y aislado de mis acompañantes en el avión. Todo tiene sus ventajas si se saben aprovechar.
Pronto, el mar allí abajo y yo en todo lo alto, en medio del abismo, con tiempo para pensar y para dejar suelta la imaginación. Mare Nostrum, Mar Mediterráneo, nuestro mar, el mar en el centro de la tierra conocida, el mar que nos pertenece, el mar de nuestras dichas y de nuestras desdichas. Retazos de la Historia de uno y de otro lado. Sobre todo del mundo romano, de su extensión, de sus leyes, de su lengua, de sus vaivenes, de sus desaguisados, de su esplendor y de su decadencia. He visitado varias veces Roma y otros lugares de Italia; en todos me he sentido como heredero orgulloso de muchas de sus cosas y de su legado, aunque no de todas. Y a la memoria, también mis latines, mis lecturas, mis descubrimientos del mundo clásico…, todo un rosario de imágenes en tropel y algo desordenadas.
Pero esta vez el destino era Grecia. Y Grecia aún despertaba en mí algo más lejano y confuso, algo más entretejido de leyenda y de mito, de territorio y tiempo en los que la memoria se pierde y se diluye. Ya he dejado dicho que había visitado Athos, esa especie extraña de reserva espiritual ortodoxa, en dos ocasiones. Ahora era el encuentro con algo que andaba entre las lecturas y el sueño, entre los principios y las dimensiones reales.
Las circunstancias (diré los hados para esta ocasión) se me pusieron favorables y las aproveché. El viaje tiene que estar siempre lleno de circunstancias especiales: La vida es una aventura atrevida o no es nada, como enseña Cavafis. Yo había preparado una, por si acaso se podía llevar a cabo. En mi equipaje había incluido un libro con algunos de los diálogos de Platón. ¡Iba a Grecia! Pues, como la ocasión la pintan calva, no dejé que le creciera el pelo y me puse manos a la obra. En los cielos que cubren Italia y Grecia leí El Banquete, ese diálogo que indaga y trata de definir, en boca de Sócrates, una de las palancas que mueven la actividad humana: el amor, junto con su oponente: el interés particular. Sonará raro, pero era mi manera de agradecer a estas tierras todo lo que me han prestado gratuitamente para la formación de mi pensamiento y mi manera de comportarme en la vida. Anoto aquí al azar alguna de sus frases:
“¿Las cosas buenas son también bellas?”.
“Eros es amor de lo bello. Eros es necesariamente amante de la sabiduría”.
“- ¿Y qué será de aquel que haga suyas las cosas buenas?
Esto ya puedo contestarlo más fácilmente: que será feliz”.
“Lo que los hombres aman no es otra cosa que el bien”.
“El amor es, en resumen, el deseo de poseer siempre el bien”.
“Pues esta es justamente la manera correcta de acercarse a las cosas del amor o de ser conducido por otro: empezando por las cosas bellas de aquí y sirviéndose de ellas como de peldaños ir ascendiendo continuamente, en base a aquella belleza, de uno solo a dos y de dos a todos los cuerpos bellos y de los cuerpos bellos a las bellas normas de conducta, y de las normas de conducta a los bellos conocimientos, y, partiendo de estos, terminar en aquel conocimiento  que es conocimiento no de otra cosa sino de aquella belleza absoluta, para que conozca al fin lo que es la belleza en sí”.
En fin, que se me fue el vuelo en estos devaneos raros hasta que apareció allí abajo, a vista de pájaro, Atenas, la ciudad que nos aguardaba, acostada al lado de las tranquilas olas del Mediterráneo, conteniendo a sus mitos, a sus lejanas historias y a sus héroes, a sus filósofos y a todos los que habían forjado los pilares de la civilización occidental. El cielo no andaba muy contento pues descargó una tormenta poderosa que inundó las carreteras de aproximación al centro de la ciudad. Un recibimiento propio de algún capricho de Zeus, del Júpiter posterior o del Dios más familiar, trillizos con idéntico nombre.
Yo miré desde arriba y sentí el descenso como una aproximación respetuosa hacia lo desconocido. A pesar de todas mis lecturas y de mi admiración por el mundo clásico griego. Saludémonos con calma y sin reticencias. A ver de qué humor están los dioses allá en el Olimpo.

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