miércoles, 16 de octubre de 2019

NOTAS DE VIAJE (GRECIA IV)



Y de lo nebuloso de la noche nos sacó el autobús, entre atascos y velocidad lenta, de una Atenas ruidosa y en fila de vehículos hacia ninguna parte.
Nosotros viajábamos hacia el Peloponeso, esa península situada al suroeste de Grecia, que, en el origen de todos los orígenes, siempre aparece relacionada con Atenas, tanto en enfrentamientos como en coaliciones contra otras ciudades o regiones. A nuestra izquierda, siempre el mar, y el Pireo, puerto natural de entrada y de salida.
Al Peloponeso entramos por el istmo de Corinto, por el puente que vigila desde lo alto ese canal profundo que se ha construido para que lo que era península se convierta en isla. La obra, vista con ojos del siglo veintiuno, no parece la octava maravilla del mundo en su dificultad de ingeniería, pero su utilidad la gozan los barcos pequeños y menos pequeños que cruzan sus aguas, en viaje de ida y vuelta, allá en lo hondo, desde el Golfo de Corinto hasta el Golfo Sarónico en el este. Unos minutos de contemplación, un descanso reparador, unas uvas famosas de Corinto y a sumergirnos de lleno en lo que pudiera evocar el Peloponeso.
Buena parte del éxito de un viaje de este tipo depende de las cualidades y de la disposición del guía que te toque en suerte. En este caso se trataba de una mujer. Angélica (ángelos) es una mujer ateniense que ha aprendido español durante siete años en el Instituto Cervantes de Atenas. Habla perfectamente español y será nuestra guía durante todo el viaje, salvo en una jornada, por un asunto personal que la obligó a dejarnos. Desempeñaba un trabajo, pero también cumplía con un interés por el mundo de su país y por lo que representaba. Enseguida nos lo demostró con su entusiasmo y con su sabiduría. Yo, que iba con mi mejor disposición y con mis pequeños conocimientos, enseguida le tuve que reconocer humildemente y dándole las gracias que me había hundido en la miseria. Por cada evocación que mi mente producía, de sus explicaciones aparecían diez o doce encadenadas. Un librito abierto y leído con buena entonación esta guía Angélica. Tengo en mi cajón guardada, desde hace ya bastantes años, mi recreación versificada de las Metamorfosis, del poeta latino Ovidio, que recoge todos los mitos griegos más importantes. En la segunda o tercera jornada ya me exigí a mí mismo darle otra vuelta, a la vista del apabullamiento en que me dejaba Angélica a cada instante. Cuánto se lo agradecí.
Resumir, aunque solo fuera en índice, todo lo que significan el Peloponeso, Esparta, Corinto, Micenas… es asunto imposible y no sé siquiera si es lo importante aquí. Lo esencial y hondo es dejarse llevar por todas las explicaciones que, en viaje o en descanso, se te van desgranando y manifestando. Si esto lo haces con una buena disposición anímica y con la mezcla difusa de tus lecturas o conocimientos culturales, se crea una atmósfera especial que te atrapa y te abduce. Es el momento de las invasiones dorias, una de las tres grandes tribus que, en los umbrales de la Historia, se asentaron por aquí, es la hora de los dioses, es la evocación de las ciudades estado, es la ocasión de las guerras continuas con los imperios persas, es la hora de… dejarse llevar y de soñar. Pues soñemos…
Mediodía era por filos cuando llegamos a Epidauro, al teatro de Epidauro.
El rescate de restos antiguos en Grecia, en demasiados casos, es bastante reciente: su historia es el compendio de muchas invasiones, de numerosos enfrentamientos entre sus territorios y de incontables devaneos de todo tipo; su independencia misma data del siglo diecinueve.
Este teatro (este lugar para ver), sin embargo, es de los mejor conservados en todo el mundo antiguo. Y posee dos mil cuatrocientos años, que se dice pronto. Las partes que técnicamente componían y componen estos edificios se mantienen perfectamente Es el lugar apropiado para recrear en sueños el mundo del teatro clásico en Grecia, el momento preciso de evocar a Esquilo (con sus míticas siete tragedias y la lluvia de comentarios que suscitan y suscitaron), a Sófocles, a Eurípides, a Aristófanes (tan solo hacía una semana que había asistido a la representación actualizada de su obra Lisístrata), a… Y, a partir de ahí, Píndaro, Safo…, a toda una pléyade de autores de diversos géneros. Todo a mi favor para pensar e imaginar aquello lleno de griegos asistiendo a estas manifestaciones, tan importantes y tan significativas. Dos notas breves acerca de la arquitectura del teatro: su capacidad (hasta catorce mil asistentes se podían reunir) y la increíble acústica, aún no explicada del todo ni siquiera por los ingenieros en esta materia. El paraje, en la concavidad de un monte, como corresponde a esta clase de teatros, mostraba todo lo que a su alrededor pudo existir y vivir. Parece que, para sus festivales acudían -y siguen acudiendo- gentes de toda Grecia, sobre todo de la península del Peloponeso y de Atenas. Imaginar allí una representación es gozo asegurado, vivirla en directo tal vez no sea para contarlo. Sobre todo -esto es para mí lo más importante siempre- porque en ese escenario se alzaba la voz para representar lo más esencial del ser humano, sus pasiones y sus ilusiones, sus deseos y sus realidades…, esos elementos que fundamentan la vida de cada uno de ellos y de nosotros. Porque la técnica ha evolucionado muchísimo; los conceptos básicos tal vez no tanto.
Con este cúmulo de sensaciones en tropel me marché de Epidauro y de su colosal teatro, con la máscara entre el sueño y la realidad de lo inmediato. Había que ir nada menos que a Micenas, y eso sí que ya es dar un salto en el tiempo hasta hundirse en lo más nebuloso de los umbrales de la Historia.
Pues arranca y vamos.

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