jueves, 24 de octubre de 2019

NOTAS DE VIAJE (GRECIA IX)



La visita a Delfos me había dejado con la mente repleta de imágenes, de mitos y de celebraciones en su historia, de botellones místicos y de señuelos para el engaño y las exhibiciones de poder. Todo en una confusión y en un revuelto que tenía que dejar que posara para deglutirlo con más calma en otro momento.
Pero un viaje de este tipo no da tregua y, nada más comer, nos dirigimos en autobús hacia Meteora, hacia Kalambaka (o Kalampaka), hacia la región de Tesalia, en Grecia Central.
En medio del trayecto, una parada breve para conocer y evocar lo que significó la batalla de las Termópilas y la estatua erigida, al borde de la carretera, para honrar a su héroe, Leónidas. Los restos geográficos están muy desfigurados, pero la evocación permanece intacta. Siempre los mismos contendientes: las ciudades griegas contra Persia y su intento continuo de conquista y de expansión. La gesta anda recogida, como casi todo, en diversos textos y yo no tengo nada que añadir. A mí interesan mis impresiones, que son mías y tal vez puedan añadir algo personal para ser compartido, o no, por alguien más; no los datos, que puedo también adquirir en otros medios más documentados que yo mismo.
El principal atractivo la comarca de Meteora son sus monasterios y su entorno natural; de mucho más alcance el entorno natural y de más sensación inmediata sus monasterios. A su amparo han crecido diversos hoteles lujosos. En uno de ellos nos hospedamos en espera de ascender el día siguiente hasta estos centros religiosos.
El paisaje está constituido por unas enormes rocas de forma casi cilíndrica en cuya cresta se alzan monasterios ortodoxos. Parece que la teoría más consistente afirma que son restos geológicos de lugares invadidos por el agua (en forma de desembocadura de río o de mar) que han solidificado y que guardan restos visibles de elementos marinos. A la vista de lo que pude ver, no me parece desencaminada esta hipótesis. Sería suficiente la contemplación de tal maravilla natural para acudir hasta Meteora y dejarse llevar una vez más por las ensoñaciones (en este caso en forma de naturaleza) que aquello despierta en la imaginación de cualquiera. Por si fuera poco, se han separado unas de otras y han quedado algunas como testigos y centinelas aislados, desafiando al cielo y contemplando lo lejano y hondo del suelo, la llanura que se extiende a sus pies y la soledad y el silencio que albergan allá en lo alto. No era difícil tejer aquel paraje, tan racional y científico, pero tan alejado del paso del tiempo biológico, con lo que habíamos dejado atrás en lo mítico de Delfos. Cuando la razón y los sentidos no abarcan, todo se torna confuso y propicio a la imaginación.
Por si esto fuera poco, en lo alto de estos enormes cilindros pétreos se han construido varios monasterios ortodoxos que siguen habitados por monjes y monjas de esta religión. Hasta ellos se asciende por escaleras de piedra excavadas en las rocas, desafiantes de enormes precipicios.
Para mí resultó inevitable rememorar mis visitas a Athos, aquella península, también griega, en el noreste del país, donde se alza una veintena de monasterios masculinos con unas características muy especiales. Geográficamente tienen muy poco que ver unos con otros. Apenas tal vez un poco el monasterio de Simonos Petras, colgado en la roca y mirando al mar. Aquí son todos los que están subidos en lo más alto de las inmensas rocas. Esto les concede un atractivo especial para la vista y para la evocación religiosa.
Los monasterios de Meteora tienen una larga historia cada uno y en conjunto, y vienen a representar la muestra de esa vida retirada del mundo en busca de una perfección espiritual diferente. En principio son personales y eremitorios, y después de hacen colectivos. Me contaron que las vocaciones no eran tantas ahora como en otros tiempos; algo muy diferente a lo que sucede en Athos, donde los aspirantes han de pasar por numerosas pruebas de acceso. A diferencia de lo que sucede en Athos, tan ridículamente celoso de los elementos sexuales, aquí existe al menos un convento femenino con unas treinta monjas.
La riqueza arquitectónica de los conventos ortodoxos es evidente. Me causó sorpresa agradable el grado de conservación y hasta de modernidad de los dos que visitamos. En el centro siempre el Catolicón, su iglesia repleta de decoración y de elementos religiosos. Curioso el nombre de Catolicón en una iglesia ortodoxa. Cosas del vocabulario.
Subido en aquel alto pensaba si Dios, Zeus o los otros dioses no se reirán de las diferencias teológicas y de práctica religiosa que separan a los católicos de los ortodoxos. Aquello del Espíritu Santo y su procedencia solo del Padre, o del Padre o de Hijo a la vez. Oh my God! Lo del Paráclito en pleno siglo veintiuno. La otra es la de la comunión bajo las dos especies de pan y vino. Parece que, en el fondo, existen -una vez más- asuntos de poder, de distancias geográficas (importantes en la época del cisma) y de sometimiento de fieles. Lo de siempre. Pero ahí siguen, erre que erre, unos y otros sin dar su brazo a torcer, no siendo que se queden los dos sin él.
Aproveché el tiempo para conocer algunas de las prácticas más importantes de la liturgia ortodoxa en las explicaciones de Angélica, ortodoxa ella y practicante. Me contó, para mi sorpresa, entre otras cosas, que los popes-curas (no los monjes) son ¡funcionarios del Estado! ¡Y cobran del erario!
La principal diferencia con los monasterios, solo masculinos, de Athos es, sin duda, el desarrollo de la vida diaria en estos y en aquellos. Los de Athos obedecen exclusivamente a la vida de los que los habitan y a la acogida generosa y gratuita de los que temporalmente se quieran acercar a compartir esa vida; los de Meteora dedican una parte importante del día a la exposición turística; tal vez para compensar el silencio absoluto que allí arriba se tiene que sentir y vivir en el resto del día y de la noche, cuando las riadas de turistas se marchan. Cómo no evocar en aquellas alturas los versos de fray Luis: “Qué descansada vida / la del que huye del mundanal ruido…”
Lo malo, o menos bueno, es que el mundanal ruido ha escalado hasta lo más alto de las rocas y ha invadido en buena parte la soledad sonora, el aire que recrea y enamora de aquellos cielos.
Con esta nueva mezcolanza de cielo y suelo, de silencio y de bullicio, de razón y de fe, de geología y de naturaleza, de tiempo tasado y de tiempo dormido, de… descendimos hasta el autocar para mirar de nuevo y desde abajo el paso del tiempo, la geología, la memoria perdida, la espiritualidad, el bullicio, el sentimiento religioso, la explotación turística… y todo lo que aquellos parajes y aquellas edificaciones aisladas y casi en el cielo guardaban. Seguro que alguna sensación dejábamos en las rocas y en las paredes de los monasterios, y alguna otra nos llevábamos con nosotros. Seguro. Y no solo las de las fotos.

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