miércoles, 30 de octubre de 2019

NOTAS DE VIAJE (GRECIA XII)



No solo de pan vive el hombre. Pero también de pan y de diversión, de dejarse llevar por la vista y por las olas.
Grecia es continente, pero es asimismo península e islas, muchas islas.
Habíamos acotado un día para hacer un pequeño crucero de descanso por algunas de las islas del Golfo Sarónico. Se seleccionaron tres: Ydra, Poros y Egina.
El barco salía temprano de alguna dársena del Pireo, y el tráfico farragoso de Atenas no nos permitía descuidos. De modo que madrugamos y a eso de las ocho ya estábamos embarcados varios centenares de pasajeros en un cómodo barco que zarpó hacia las aguas del Golfo Sarónico. Habíamos dejado atrás el puerto y un hermoso y gigantesco campo de baloncesto, al borde del mar.
Enseguida el barco avanzó hasta dejarnos a la espalda todo lo amplio del puerto y de la bahía, y, ahí mismo, enfrente, la isla de Salamina. No íbamos a detenernos en ella, pero, otra vez, la imaginación no me dejaba en paz evocando la famosa batalla, las ciudades-estado, Temístocles, su ingenio naval, los persas, las guerras médicas, el siglo quinto antes de Cristo. Otra vez la Historia en torrentera.
Pero el barco bordeó la isla y siguió camino de su destino, la isla de Ydra. Es esta isla un lugar en el que apenas viven unos pocos miles de habitantes, en un recodo recogido del mar, al amparo del turismo y como dejándose llevar por el paso del tiempo y de lo que el mar les quiera ofrecer. Todo parece indicar que en los últimos años el turismo les viene confortando la vida y manteniendo los recursos. Apenas unos ratos para dar un paseo por el pueblo y por el paseo marítimo, tomar unas cervezas al lado del agua y vuelta a cubierta.
Poros es una isla más pequeñita y más bien parecía un recurso técnico que un lugar para bajar y descansar. NI siquiera bajé del barco, sentado como estaba contemplando el mar, las demás islas -sobre todo Salamina- y el fondo lejano de Atenas.
Más tiempo paró el barco en Egina, la isla que, en algún tiempo, fue incluso capital de Grecia y que hoy debe su fama a su clima y a su producto estrella, los pistachos. Tuvimos tiempo de subir a un autobús y de bordear la isla para volver al punto de partida un par de horas más tarde. Con el recuerdo de su habitante más célebre, el escritor Nikos Kazantzakis y su Zorba, el Griego, o el recuerdo de Anthomy Quinn e Irene Papas (ya se ve que, de alguna manera, volvemos al mito, a otro tipo de mito), hicimos varias paradas rápidas y una algo más extensa en el monasterio dedicado a san Nectario, santo ortodoxo de amplia devoción en Grecia, una hermosa edificación, próxima a restos de eremitorios antiguos. De nuevo el recuerdo de Athos y de Meteora, la influencia de la religión y el tipo de construcción en los templos ortodoxos.
En el puerto nos aguardaba el barco para devolvernos a Atenas. La tarde empezaba a caer y a teñirse de rojo en el horizonte. Quedaban un par de horas de navegación. Al frente, Atenas; a la izquierda, el Peloponeso; a la derecha, todo el mar; muy cerca, Salamina, sin barcos y sin persas.
La organización del crucero tenía preparada una actuación musical en la que se presentaba toda una panoplia de canciones y bailes griegos, traídos de sus diversas regiones. Sí, también el sirtaki, claro. Faltaba en el viaje la voz sonora y la imagen de la danza. Allí estaba.
En ese ambiente marino, musical y festivo, se fue apagando la tarde y encendiéndose el puerto del Pireo. Y con él toda la bahía de Atenas. También lo alto de la Acrópolis y las diversas islas, que acaso parecieran como barquitos encendidos flotando en la inmensidad del mar. Tal vez los dioses también bajaran a mirar aquel misterio en el nacimiento de la noche.
Lo demás ya fue hotel, paseo por las calles cercanas y recuento de experiencias. La noche era ya profunda y el cansancio ganaba la partida. El día siguiente marcaba la fecha de regreso.

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