LENGUAJE Y REALIDAD: LÍMITES COMPARTIDOS
«Los límites de mi lenguaje son los límites de mi
mundo». Son palabras que Wittgenstein dejó escritas en su Tractatus Lógico-Philosophicus. Estas frases de tono aforístico
recogen verdades sintetizadas que merecen un camino de ida y vuelta en el que
la reflexión nos lleve a su aprobación o a su rechazo.
Parece que la citada viene a significar que el mundo
de cada uno posee los límites, o las lindes, que le marca el lenguaje, y que la
realidad es solo tal cuando cobra vida en el lenguaje que la representa. Nada
habría, pues, antes del lenguaje ni después del mismo, nada que no tenga nombre
es real ni forma parte de la vida.
Cualquiera podría argumentar que la materia y la forma
«mesa», por ejemplo, son tales antes de que se les dé cuerpo a través de la
palabra «mesa». Pero contra ese argumento se puede afirmar que, si la materia y
la forma no son nombradas, para la realidad y para la comunicación es como si
no existieran, es que, en realidad, no existen. ¿No existía la materia de los
planetas, por ejemplo, antes de que fueran nombrados? ¿O la ley de la gravedad
antes de que fuera codificada? Pues para la realidad de la comunicación no, ni
para la de la consciencia. O sea, para nuestro mundo, para el que manejamos y
para aquel en el que tenemos conciencia de la vida. La realidad no existe hasta
que no la nombro, en cualquier código lingüístico.
Otro intelectual de primer orden (casi del rango del
de Isabel II de Inglaterra, aunque quizá no tanto: dónde vas a parar), Noam
Chomsky, en su obra Language and mind,
venía a identificar la existencia del lenguaje con el del pensamiento, la
condición inevitable del lenguaje para que se pueda producir el pensamiento. De
tal forma que el ser humano, como ser con capacidad para pensar y elaborar
ideas, lo es desde el momento en el que consolida algún tipo de código
lingüístico y con él piensa, nombra, elabora y crea ideas.
Claro que el conocimiento, el dominio y el uso de los
códigos lingüísticos es tarea sobre todo individual; aunque no solo, pues se
produce en y para una comunidad. Por eso, la afirmación inicial de que mi mundo
se reduce a la capacidad que yo tenga de nombrarlo, de trasladarlo al lenguaje;
por eso también, el reconocimiento de que los límites, por un lado y por otro,
los marca ese bagaje lingüístico; y por eso, la seguridad de que el mundo es
más rico cuanto más y mejor seamos capaces de nombrarlo.
Pero la riqueza
colectiva es la suma de las individuales y de los intercambios que entre sus
elementos se producen. Defender, cuidar y hasta mimar el desarrollo de las
condiciones que ayuden a dominar los códigos de nombramiento de la realidad
debería ser tarea de todos y de cada uno. De esa manera, el mundo, a través de
su nombramiento, se haría más rico, el intercambio entre los miembros de la
comunidad más fluido y la convivencia resultaría algo menos alborotada y hasta nos
haría a todos un poquito más felices.
Y este logro no parece malo del todo. Vamos, me
parece.
No hay comentarios:
Publicar un comentario