DE LA MALA CONCIENCIA Y LA MALA REPUTACIÓN
Ya ni merece la pena considerar la
certeza de que prácticamente todo se sustancia en la apariencia y en el ponerse
a la vista de todos con aquello que tengas para vender. El mundo es pura
representación y aquel precepto evangélico que rezaba «que tu mano izquierda no
sepa lo que hace tu derecha» no tiene siquiera vigencia virtual. De modo que no
hay necesidad de sacar entradas para ir al teatro. El espectáculo se ofrece
gratis por todas las esquinas y la butaca siempre está libre para que te
sientes a contemplar.
Tengo la impresión de que hasta el
mal se pude exhibir sin pudor, porque en la escala de valores lo que importa no
es la sustancia sino la forma de las cosas. O peor aún: no se consideran ni la
bondad ni la maldad de las cosas, sino solo su apariencia y su envoltorio; de
él depende la aceptación y la valoración que haga la multitud. Todo se ha
convertido en banal, efímero y perecedero.
Porque la variable numérica cuenta
como elemento esencial en el valor del producto. Es más, parece que es casi la
única que interesa. De ese modo, cuantas más marcas de aceptación seamos
capaces de hacer públicas más sube la estimación del producto, no solo en el
mercado de los números sino también en su valoración teórica. Parecería como
que los conceptos de bondad y de maldad solo fueran atributos secundarios de la
cantidad de aceptaciones, o de likes,
como se dice ahora.
Pero los actos individuales siguen
existiendo, y la persona continúa decidiendo a cada instante entre varias
posibilidades. Y acierta o se equivoca según esas decisiones, por más que
invoque las influencias -reales, por otra parte- del contexto en el que las
toma. Porque aquello de «soy rebelde porque el mundo me ha hecho así» conviene
reconsiderarlo y no cargar en los demás todo el peso de la culpa, salvo que
queramos sumergirnos en la inconsciencia y en el instinto determinista animal.
Acierte o se equivoque el individuo,
la mayor parte de las consecuencias recae en la comunidad, en esa masa que va a
aplaudir o a silbar la actuación según las apariencias de la misma. Y es tal el
grado de presión de ese ambiente, que tenemos la tentación de atender sobre
todo sus exigencias y sus condiciones. O sea, que estamos empujados a cada
instante a despersonalizarnos y a convertirnos en actores de esa inmensa
comedia en que se ha convertido la vida. Y ello tanto en los aciertos como en
las equivocaciones.
Por los apuntes anteriores, me
atrevo a dejar, casi en forma solemne, la siguiente afirmación: «Soportamos
mucho mejor la mala conciencia que la mala reputación». Podemos acallar nuestra
conciencia con menor esfuerzo que el que necesitamos para agradar a esa masa
común que nos mira y nos juzga a cada momento, masa a cuyo dictado nos hemos
sometido y a la que nos hemos entregado con armas y bagajes. ¡Me gustaría tanto
estar equivocado!
Pero la escala de valores de la
masa no la conforma la suma de individuos uno a uno, sino una serie de fuerzas
aparentemente ocultas -o tal vez bien visibles- empujadas por poderes ajenos a
los más débiles. En la conciencia colectiva participamos todos, pero unos con
más poder que otros.
¿Cuántas personas de valía gastan
buena parte de sus fuerzas en darse a conocer y en proclamar sin ningún pudor
sus aparentes cualidades? Desde un análisis sereno, con ello no hacen otra cosa
que bajar escalones en la consideración que buscan y que tal vez merezcan. Esto
pensando en las gentes de valía. ¿Qué podemos decir de tantísimos como buscan
lo mismo sin apenas base consistente en que apoyar esas proclamas?
La sabiduría popular proclamaba no
hace tanto aquello de «dime de qué presumes y te diré de qué careces». Otra
expresión que tal vez ande de vacaciones y con pocas ganas de volver al
pensamiento. Cachis.
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