martes, 17 de mayo de 2022

DE LA MALA CONCIENCIA Y LA MALA REPUTACIÓN

 

DE LA MALA CONCIENCIA Y LA MALA REPUTACIÓN

Ya ni merece la pena considerar la certeza de que prácticamente todo se sustancia en la apariencia y en el ponerse a la vista de todos con aquello que tengas para vender. El mundo es pura representación y aquel precepto evangélico que rezaba «que tu mano izquierda no sepa lo que hace tu derecha» no tiene siquiera vigencia virtual. De modo que no hay necesidad de sacar entradas para ir al teatro. El espectáculo se ofrece gratis por todas las esquinas y la butaca siempre está libre para que te sientes a contemplar.

Tengo la impresión de que hasta el mal se pude exhibir sin pudor, porque en la escala de valores lo que importa no es la sustancia sino la forma de las cosas. O peor aún: no se consideran ni la bondad ni la maldad de las cosas, sino solo su apariencia y su envoltorio; de él depende la aceptación y la valoración que haga la multitud. Todo se ha convertido en banal, efímero y perecedero.

Porque la variable numérica cuenta como elemento esencial en el valor del producto. Es más, parece que es casi la única que interesa. De ese modo, cuantas más marcas de aceptación seamos capaces de hacer públicas más sube la estimación del producto, no solo en el mercado de los números sino también en su valoración teórica. Parecería como que los conceptos de bondad y de maldad solo fueran atributos secundarios de la cantidad de aceptaciones, o de likes, como se dice ahora.

Pero los actos individuales siguen existiendo, y la persona continúa decidiendo a cada instante entre varias posibilidades. Y acierta o se equivoca según esas decisiones, por más que invoque las influencias -reales, por otra parte- del contexto en el que las toma. Porque aquello de «soy rebelde porque el mundo me ha hecho así» conviene reconsiderarlo y no cargar en los demás todo el peso de la culpa, salvo que queramos sumergirnos en la inconsciencia y en el instinto determinista animal.

Acierte o se equivoque el individuo, la mayor parte de las consecuencias recae en la comunidad, en esa masa que va a aplaudir o a silbar la actuación según las apariencias de la misma. Y es tal el grado de presión de ese ambiente, que tenemos la tentación de atender sobre todo sus exigencias y sus condiciones. O sea, que estamos empujados a cada instante a despersonalizarnos y a convertirnos en actores de esa inmensa comedia en que se ha convertido la vida. Y ello tanto en los aciertos como en las equivocaciones.

Por los apuntes anteriores, me atrevo a dejar, casi en forma solemne, la siguiente afirmación: «Soportamos mucho mejor la mala conciencia que la mala reputación». Podemos acallar nuestra conciencia con menor esfuerzo que el que necesitamos para agradar a esa masa común que nos mira y nos juzga a cada momento, masa a cuyo dictado nos hemos sometido y a la que nos hemos entregado con armas y bagajes. ¡Me gustaría tanto estar equivocado!

Pero la escala de valores de la masa no la conforma la suma de individuos uno a uno, sino una serie de fuerzas aparentemente ocultas -o tal vez bien visibles- empujadas por poderes ajenos a los más débiles. En la conciencia colectiva participamos todos, pero unos con más poder que otros.

¿Cuántas personas de valía gastan buena parte de sus fuerzas en darse a conocer y en proclamar sin ningún pudor sus aparentes cualidades? Desde un análisis sereno, con ello no hacen otra cosa que bajar escalones en la consideración que buscan y que tal vez merezcan. Esto pensando en las gentes de valía. ¿Qué podemos decir de tantísimos como buscan lo mismo sin apenas base consistente en que apoyar esas proclamas?

La sabiduría popular proclamaba no hace tanto aquello de «dime de qué presumes y te diré de qué careces». Otra expresión que tal vez ande de vacaciones y con pocas ganas de volver al pensamiento. Cachis.

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