No sé si la belleza está en mi
mente, o en la realidad externa. Tampoco sé hasta qué punto la realidad es la
que observo a través de mis sentidos o es otra diferente y esencial, distinta
de mi capacidad de captación. Algunos esquemas indiciarios he ido desperdigando
en esta ventana acerca de este asunto; hasta el punto de que creo que se puede
rastrear un camino más o menos trabado en mis escritos reflexivos, aunque
esquemáticos, de este Diario Menor.
Tal vez eso me lleva a la
repetición de elementos y de descripciones. Qué le vamos a hacer. Ya se sabe
que la realidad física que me rodea es considerada por mí como un espacio
lujurioso y bendecido por una mano extraña y generosa. No sucede lo mismo con
otras realidades como las humanas.
Hoy volví a llenarme de paisaje
en otro de mis paseos sabatinos por los alrededores de Béjar.
Nueve de la mañana. Cielo
despejado y azul. Calles semivacías. Apenas ruidos de vehículos. La soledad
sonora del silencio. Ausencia de viento. Temperatura baja, algo más baja que
otras mañanas. Manolo Casadiego ya me aguarda cargado de buen humor y de
viandas.
Atravesamos la esquina de la
Corredera para dejarnos engullir por la calle Colón, semidormida a estas horas.
Después, la calle Olivillas, en descenso hacia el puente de la vía de
ferrocarril. Al fondo del descenso, el milagro inesperado: los cuatro almendros
que sobreviven colgados en la ladera que se desploma desde la calle Colón están
llenos de fiesta: han florecido. ¡Y aún estamos en enero! Mi vigilancia este
año se ha tornado en descuido. Ellos son siempre mi referencia primera como
indicio y señal del cambio de tiempo, sé muy bien que florecen pronto,
amparados al abrigo de las peñas y mirando al sol y a la montaña. Este año me
he perdido el milagro de asistir a su parto. Cachis. Nos saludan en plenitud de
flores y de colores rosados y blancos. Yo me alegro y refresco en mi memoria
otros días y otros años, otras personas y otros hechos ya lejanos tal vez en el
tiempo pero no en mi recuerdo.
En cuanto el valle se abre, valle
de las Huertas abajo, se repite el milagro del almendro florido al lado de la
desnudez de los demás árboles, que siguen ateridos y cubiertos de la fina gasa
blanca que les ha dejado la noche encima. Estos días el rey es el almendro, en
espera de la compañía de las mimosas y de los brotes de las demás plantas.
Nuestra conversación apenas se ve
acompañada del canto matinal de algunos pájaros, que tal vez también barruntan
la proximidad del buen tiempo. Cuando pasamos por la Fuente Honda, recuerdo al
filósofo bejarano, al filósofo de los huertos, a Nicomedes Martín Mateos, y lo
imagino al lado de su fuente, en pleno amanecer, mirando a su ciudad, a las
montañas y al cielo, tratando de sacarles las verdades de sus entrañas.
Ahora las huertas están sin ser
tratadas en ninguna de las actividades necesarias para que den sus frutos. Es
invierno, es enero. Aún se ve un huerto con hermosas berzas, cargadas en sus
centros con densos cogollos; ellas resisten mejor que ningún otro alimento los
rigores invernales.
El rumor del río nos anticipa su
presencia, y su cauce, y sus hendiduras, y sus canales. Cuando lo atravesamos
por sus dos puentes contiguos, ya anda agotado en sus trabajos fabriles y ahora
mucho más en los de producción de electricidad. Enseguida, el remanso y el
rejuvenecimiento en su depuración. Este río Cuerpo de Hombre no para de
trabajar hasta que se hunde en el horizonte de Montemayor. Hoy baja cristalino
y fresco, mirando hacia los árboles, que lo escoltan como soldados desnudos y
en espera de verse también cubiertos de hojas y de frutos. ¿Qué se dirán los
árboles y el agua en esta soledad eterna del cauce y del silencio? Porque el
agua se va mientras que el árbol se queda clavado y suplicante, tal vez
preguntándole al agua por el lugar `para el que ha sacado billete de ida y
vuelta. El agua canta siempre; los árboles la miran y se callan. O rumian su soledad:
quién lo puede saber.
Pero hay alguna sorpresa más en
el camino. El sendero de la Umbría acompaña al río en su margen izquierda y ya
le ha dado muestras de alguna primavera. Durante un buen trecho, un campo
entero de narcisos se ha alzado en flor y se enseña al agua como en señal de
fiesta y de color. ¡Narcisos en enero! ¡Y en la parte umbría! Nos paramos a
mirarlos y a contemplarlos. Y a agradecer a la naturaleza su regalo.
Entretanto, seguimos en descenso sin separarnos del río y entre robles
revestidos de líquenes. Tranco del Diablo; Regato Hontoria, que nos mira desde
la otra parte, y Molinos de Pichón.
En cuanto atravesamos de nuevo el
río por un pobre puentecillo, los prados se hacen dueños de la ladera sur.
Atravesamos uno amplio y verde. Un buen número de vacas y terneros son sus
habitantes naturales; y un par de perros, que no paran de ladrar, sus
guardianes fieles. Uno de ellos no nos deja tranquilos hasta que cerramos la
última cancela. Eso sí que es un guardián celoso y cumplidor. La inseminación
artificial parece marcar un tiempo común para que nazcan todos los animales,
finos ternerillos tomando el sol de la mañana junto a sus madres en el verde
prado.
Hemos de subir hasta el pueblo de
La Calzada. Lo hacemos, por supuesto, por la descuidada ruta milenaria del
mismo nombre, imaginando soldados, carros, viandas, guerras antiguas, y peregrinos del Camino de Santiago, esos que
siguen dando vida a esta senda durante todo el año. Sin prisas pero sin pausas,
contemplando los caminos, pegando la hebra sobre diversos asuntos, sentándonos
incluso un momento en una enorme piedra desde la que se ofrece una hermosa
vista y cumpliendo también con el silencio que exige una buena cuesta a los
caminantes.
El pueblo de La Calzada nos
aguarda con su silencio, con sus casas rurales (¿cuántas?), con su campanario y
con su ayuntamiento. Apoyados en la fachada suroeste del mismo, hay unos bancos
de hierro que nos invitan a reponer fuerzas. A ello vamos. En esto también nosotros
somos generosos. Mientras descansamos, damos besos a los vasos y hacemos
trabajar a nuestras mandíbulas, el sol se recrea en el cielo y algún vecino
pasa por la plaza camino de vete a saber de dónde. Hasta el panadero tiene que
tocar una bocina de niños para indicar que viene a repartir el pan de cada día.
Apenas dos vecinas se llevan unas barras. Lo demás es prácticamente silencio y
calma, serenidad y sosiego. El silencio solo es roto por el tañido repentino de
alguna campana que da la hora a todo el pueblo. Uno piensa que debe de dar la
hora más a las casas y a los animales que a las personas, pues estas son pocas
y deben de andar perdidas u olvidadas. En esa improvisada mesa de pan bien
abastada, pasamos un rato largo.
La vuelta nos espera por la
llamada Cañada Real, ese estrecho camino que ha comunicado durante siglos el
pueblo de La Calzada con Béjar, ese sendero por el que han ido y venido gentes
de todo tipo, animales de toda clase y productos de toda especie; un camino más
humano que físico y un cuadro natural móvil con figuras de toda traza.
Ahora es zona más alta y
despejada. El sol aquí es más dueño del paisaje. Los prados lo ocupan todo y en
ellos los animales pasan el tiempo mirando al suelo y dormitando. En algún
lugar vuelven a aparecer los almendros florecidos y los regatos que marcan las
sendas naturales del agua del invierno. La montaña se alza allá en el frente.
La suavidad del invierno la ha dejado con la cara más sucia y menos blanca. Aún
le queda tiempo de llenarse de nieve, pero ya no se sabe si tendrá ganas de
ello.
Cuando, ya en el caso urbano,
ascendemos por la llamada Cuesta de los Perros, el río nos despide en sus
rumores y una serie infinita de latas y botes de bebidas abandonados en el
margen de la carretera nos recuerda la desidia, la negligencia, la incuria y la
falta de educación cívica de algunos de nuestros convecinos. Esto también es la
España real.
Nosotros no nos merecemos esto.
¿A que no, Manolo?