CUMPLEAÑOS
Agosto,
que no linda
con ningún otro mes del calendario.
En él se siguen yendo
las señales y el pálpito del tiempo.
CUMPLEAÑOS
Agosto,
que no linda
con ningún otro mes del calendario.
En él se siguen yendo
las señales y el pálpito del tiempo.
ÉTICA…SOCIAL
Si la moral hace
referencia a «aquello que concierne a las acciones o caracteres de las
personas, desde el punto de vista de la bondad o malicia» (RAE), parece lícito
y hasta conveniente preguntarse si existen acciones de las personas que sean
moralmente neutras.
Valga el ejemplo
veraniego de la vestimenta, en unos días en los que el calor nos invita y hasta
nos incita a despojarnos de la ropa. ¿Vestirse o desvestirse de una manera o de
otra reproduce un acto moral neutro? O, dicho de otra manera, ¿vestirse o
desvestirse con un atuendo u otro es un acto moralmente neutro, bueno, malo? La
primera respuesta que a uno se le ocurre es que cada cual puede vestirse o
desvestirse como le venga en gana. Claro, esto sería más claro si solo le
afectara al individuo concreto, a su escala de valores.
Pero es que la moral
no es tal si no la pensamos como algo que afecta no solo al que practica el
acto, sino a la comunidad toda en la que lo realiza. Porque la opinión del
individuo importa, pero también la de la comunidad. Por eso las aprobaciones y
las censuras que practica la sociedad a todas horas.
¿Hasta qué punto se ha
de atender a la aprobación o desaprobación de esa comunidad? ¿En qué medida
coarta esta última la libertad del individuo en su quehacer diario? ¿Hasta
dónde debe hacerlo?
Tal vez en esa rendija
se cuele el valor de la tolerancia, ese margen, que hay que intentar amplio,
para que la moral individual no choque frontalmente con la escala de valores
colectiva. Otro concepto vago este de la tolerancia porque se nos puede
convertir en la gatera por la que se nos cuelan todos los gatos posibles y una
tendencia a dar por respetable cualquier intención y cualquier acto, pero a la
vez esencial para que la convivencia no se nos convierta ni en un caos ni en un
sistema rígido de actuaciones.
Como ética, moral y
tolerancia son terrenos pantanosos y de difícil delimitación, sería conveniente
determinar los límites a partir de los cuales deben predominar la ética y la
moral públicas sobre la ética y moral individuales, basadas en la libertad
personal.
Si fuéramos capaces de
lograr este deslinde, estaríamos próximos a definir quién es un buen ciudadano,
pues sería, sin duda, aquel que cumple escrupulosamente con los acuerdos de la
moral común y separa este cumplimiento de sus aficiones y costumbres
personales.
No es infrecuente
encontrarse con personas que realizan acciones admirables desde el punto de
vista de la ética y la moral personales, pero que, sin embargo, dejan mucho que
desear en lo que se refiere al cumplimiento de los acuerdos adoptados por la
comunidad. Son gentes que hasta consiguen un gran aprecio social -del que hay
que felicitarse-, pero que, cuando se husmea un poco en su conducta social, no
se obtienen los mismos resultados.
No creo en la
existencia de actos moral y éticamente neutros, ni siquiera aquellos en los que
predominan los valores estéticos (por volver a los vestidos, ni siquiera el
llevar manga larga o manga corta). En una comunidad de 8000 millones de
personas, imaginarse un individuo aislado es ciencia ficción. Cada vez lo será
menos. La ética, la moral, la tolerancia y la libertad individual han de
caminar de la mano.
Pero el peligro acecha
por la otra esquina, y, así, una sociedad en la que las costumbres las marcan
los grades medios de masas y las estaciones las ‘determina’ el Corte Inglés
corre el peligro de eliminar al individuo y diluirlo en una masa amorfa y
maleable.
Los disparos nos
llegan por todas partes. No podemos dejarnos asesinar por las balas de las
masas, vía publicidad o seguidores informáticos. Pero tampoco podemos
olvidarnos de nuestras obligaciones para con la colectividad.
La convivencia no será
posible ni razonable sin una mezcla de ambos factores, el de la libertad
personal y el de la atención a la colectividad. Es cuestión de supervivencia.
Con la ropa, con los
aparcamientos, con las declaraciones de la renta, con el respeto, con la
tolerancia… Con todo.
Esta piel que se
abrasa llamada España anda tendida en las playas, escondiéndose donde puede de
los azotes del sol, tras cualquier charanga que ameniza las más variadas
fiestas populares o degustando una paella compartida. Qué sé yo. El país entero
está en fiestas. Es el mes de agosto.
En alguna ocasión he
dicho y escrito que, en este país, en el mes de agosto, todo anda en período de
restricciones, sobre todo en lo que a administración se refiere. Por exagerar
un poco, pero no mucho, es mejor dejar el hecho de morirse para otro mes porque
se corre el peligro de no encontrar personal pare el entierro.
En cambio, otros
aspectos encuentran el contexto del desparrame, de la exageración, del
despelote, de la masificación. Ahí están las ciudades costeras, ahí los
festivales, ahí los festejos de todo tipo.
Parece como si esta
piel de toro hubiera hecho el paréntesis estival de cada año para transformarse
en un trampantojo que anda a su aire y a su bola. Es este un país de contrastes
y de exageraciones. Me cuentan que estos días hay en Málaga dos visitantes por
cada cinco malagueños. Imagínense. Y no es, ni mucho menos, el ejemplo más
llamativo.
Por detrás de todo
ello, como a escondidas, se teje todo el paño del panorama político para los
próximos años: los partidos políticos rastrean adhesiones o encuentran rechazos,
se dan de bruces con peticiones o exhiben sus exigencias. Todo un barullo para
poner en marcha las nuevas Cortes. Ahí, a la vuelta de la esquina, sin que ni
siquiera haya tiempo para que nos dé un respiro la última ola de calor. El
resultado parece confuso y la pelota está en el alero. Muy pronto saldremos de
dudas.
Se dice que el
distanciamiento entre los representantes públicos y el resto de la población es
grande. Yo no puedo asegurarlo. Sí me parece claro que este mes de agosto que
se agranda la distancia. Son el descanso y los festejos los que mandan y ocupan
la atención del personal. Lo demás puede esperar.
El ciclo del duro
estío se acaba en el calendario -15 de julio a 15 de agosto-, aunque el sol no
se haya enterado y siga mandándonos sus rayos sin piedad alguna. Hoy y mañana y
pasado, todo fiesta y holgorio. Después, enseguida, la vuelta, el retorno, la
rutina, la liga, los horarios…, la nostalgia del agua y del tinto de verano…, y
el darse de bruces con la realidad más agrietada.
Como dijo el poeta
Miguel Hernández, «lo que haya de venir aquí lo espero / cultivando el romero y
la pobreza. / Aquí de nuevo empieza el orden, / se reanuda el reposo, por
yerros alterado, / mi vida humilde y, por humilde, muda. / Y Dios dirá, que
está siempre callado».
EL LABERINTO DEL MAL EN EL MUNDO
Confusa y desolada está mi mente
ante el mal que nos hiere y que nos daña:
ni Dios en sus poderes lo comprende,
pues no lo manda al reino de la nada.
Me confunde si Dios quiere y no puede.
Si Dios puede y no quiere, me defrauda.
Si ni puede ni quiere, me entristece.
Que quiera y pueda Dios y no lo haga
me hunde en la miseria y el fracaso.
Tres caminos tan negros los primeros
que suspenden el pálpito en mi ánimo.
Uno más es el cuarto, que me deja
perdido, sin un rumbo verdadero.
Esto, perdona, Dios, no hay quien lo
entienda.
«No hay mal que por bien no venga».
A otro con esas consejas.
INCONSISTENCIA
Ese empuje tenaz hacia el vacío
que persigue mis pasos y mis días
me obliga a un movimiento permanente
para darles certeza a mis sentidos
y afirmar que aquí me hallo persiguiendo
la plenitud, el sueño o el engaño.
Cada minuto soy un heterónimo
del que fui hace un momento. Nada dura,
todo es únicamente mientras suena
la voz de mi conciencia, que me dicta
renglones que se agotan sin el tiempo
de poder describirlos. Al momento
me asalta de inmediato un hombre nuevo,
un ser que se disuelve en nueva alquimia
y de nuevo se pierde en los espejos
sin mirarse siquiera o arreglarse
para salir al mundo y allí ser
un intento de estar
con conciencia segura de sí mismo.
No es descomposición, es aniquilamiento,
es ser para no ser y estar sin estar
siendo.
Quisiera ser el huésped de unos ojos
que miran para ver y, al estar viendo,
se complacen en ello, abren las puertas
al sentido del gusto y al del tacto,
huelen la flor humilde y se confunden
con las caricias límpidas del campo.
Después, ya satisfecho,
consciente de lo inútil y lo falso
del concepto de tiempo,
dormirme en el vacío y olvidarme
incluso del pecado de olvidarme.
DE PRINCIPIOS Y CONSECUENCIAS
Esto del verano da
para muchas cosas. Uno puede desajustar los horarios, inventarse piscinas y
duchas para darle esquinazo a los calores, caminar por la sombra por la misma
razón, aflojar las prisas, pasear por montes, ríos o montañas, darle al palique
sin fines aparentes… En fin, que lo que no se nos va en lágrimas se nos va en
suspiros y lo que nos quitamos de un lado lo ponemos en otro.
Es el caso que, en uno
de estos días, al amparo de unas cañas, alguien, empeñado en que yo le puedo enseñar
cosas, me incitó a que le propusiera tema de conversación. ¡Enseñar yo, a estas
alturas y a estas harturas!
Lo malo es que a uno
le va la marcha y entra al trapo enseguida. Así que, al cabo de pocos segundos,
le puse encima de la mesa la siguiente propuesta: «¿Hay que realizar las obras
(el comportamiento diario) atendiendo a unos principios morales y éticos previos,
o hay que ejecutarlas pensando en las consecuencias que van a producir?».
Se me quedó mirando
con ojos de extrañeza, como quien ve llegar un bulto y no sabe lo que se le viene
encima y tardó en contestarme: «Yo, siempre que hago algo, lo hago pensando en
las consecuencias que puede acarrear y en si va a ser bueno o malo para mí y
para los demás».
Enseguida le contesté:
«Pero si no te basas en unos principios morales y éticos previos, solo vas a usar
criterios de utilidad; y eso se aproxima mucho al egoísmo. Además -la miré con
algo de malicia- te has quedado sin principios, te has convertido en una mujer
sin principios».
Su cara ya mostraba un
retrato colorido de sorpresa y de no saber dónde meterse.
«Y tú, ¿qué piensas de
todo esto?».
Me devolvía la patata
caliente y me quemaba en las manos.
«Yo no me he
manifestado ni a favor ni en contra de ninguna de las dos posturas. Es más, el
asunto daría para muchas cañas y para muchos postres».
Su rostro pareció
aliviarse un poco. La incité a que pensara un poco en ello y a que, para las próximas
cañas propusiera alguna solución.
Siento que, si ella no
aporta alguna solución, yo tampoco voy a ser capaz de hacerlo. Lo que sí sé es
que esta es otra forma de tomar cañas en verano. Y hasta en invierno.
Atendiendo a una
solución u otra, se nos presenta una ética determinada que afecta a todos los
actos de nuestra vida. Y esto sí que ya tiene peso y hondura.
Las cañas refrescan el
cuerpo, las ideas hacen otro tanto con las mentes. Y no hacen falta tantos
desplazamientos, ni playas abarrotadas, ni ingresos por turismo, ni derroches o
desajustes naturales, ni… O sea, que no está tan mal.
ANTÍTESIS
Me persigue hasta el límite del vértigo
la imagen de la muerte.
Viene a verme desnuda, sin ropajes,
a cara descubierta,
y me cuesta mirarla pues no alcanzo
a calcular el negro precipicio
que se asoma a sus pies.
Ella es el punto cero, el núcleo duro
que centrifuga todas las potencias,
la nada de la nada, el infinito,
el abismo de todos los abismos.
Del lado de la luz está la vida,
ese impulso por todo lo concreto,
por lo que a manos llenas toman mis
sentidos.
Nadie viene a exigirme que la goce
más allá de mis propias sensaciones.
En esa libertad para gozarla
persiste mi interés para vivirla.
Me asusta esa figura tan perfecta
que anula hasta a la fuerza del
silencio.
Para Manolo Casadiego, que me prestó el pie de
pensamiento
Agosto, mes con nombre
de Augusto, días de estío, horas en las que todo se agosta, semanas en las que
todo se paraliza, momentos en los que un tanto por ciento indefinido de la
población se marcha a hacerse sitio al lado de otros cuerpos en las playas, final
de proyectos que a veces duran todo el año en preparación… Días que dan incluso
para pensar un rato.
El contexto en el que
vivimos nos invita a creer que al menos rayamos la felicidad. ¿Por qué? Porque
cumplimos con alguna holgura los elementos básicos que configuran ese estado de
felicidad. ¿Cuáles? Saciar con suficiencia el hambre, saciar la sed y saciar el
apetito sexual.
Es bastante para la
supervivencia. Y, sin embargo, enseguida nos quedaremos insatisfechos, como con
esa comezón que nos recuerda que nos falta algo, que eso es poca cosa.
Los humanos del
contexto occidental nos hemos creado otras ocupaciones añadidas a esas que
componen el primer nivel de felicidad, nivel que, en distintas medidas,
comparte el resto de animales. Nosotros somos sobre todo seres consumidores,
compradores de productos, como los que marcan las modas. También de las
vacaciones. En cuanto hemos superado ese nivel exigido para la supervivencia,
nos hemos convertido en una sociedad de consumidores, con todas las sumisiones
que ello comporta. En esa sociedad de consumidores, la felicidad se busca en lo
inmediato en lo de aquí, en lo que pide el instinto. El instinto, el deseo y la
satisfacción material andan en el mis o nivel, lejos de cualquier otra meta que
nos haga pensar, pesar y sopesar.
Lo malo de todo esto
es que esta carrera no tiene límites ni meta, pues cuanto más consumimos, más
nos incitan y en más cantidad seguimos consumiendo. De manera que aquello que
parecía felicidad se convierte en una infelicidad, y, además, en grado
permanente y constante. Porque no solo somos consumidores, es que, además, lo
somos de manera compulsiva, haciendo prevalecer la escala de valores de las
masas frente al pensamiento individual. O, si se quiere, dicho de otra manera,
dando poder y mando a la moda y a sus caprichos. De esta manera, nuestra escala
de valores corre el peligro de convertirse en la suma de preceptos que contenga
el código social impuesto.
Para rematar el
recorrido, habrá que tener en cuenta que esas modas están dirigidas, guiadas y
reguladas por aquellos que poseen los medios económicos y los de comunicación.
Por eso, estamos en peligro de convertirnos en objetos, en objetos de consumo,
además de en sujetos de lo mismo.
Ante tal peligro, ¿qué
hacer? La pregunta del millón.
Algún indicio en forma
de esquema.
. Sería bueno
distinguir entre impulso, inteligencia y razón.
. Si no embridamos los
instintos, estamos en el nivel del resto de animales.
. La inteligencia -por
más que nos resulte positiva, y lo es- posee un fin práctico, pues está al
servicio de la supervivencia del que la posee y la desarrolla. Piénsese que los
animales también son inteligentes, por más que su inteligencia esté menos
desarrollada que la humana.
. La razón lo que
busca es la reflexión, por encima de la supervivencia, anhela la verdad, aunque
esta aparentemente no favorezca en su uso concreto al que razona.
. Vivimos un tiempo en
el que el ser humano goza de más tiempo libre que nunca. La consecuencia lógica
debería ser la de un mayor espacio y una mayor importancia para el
razonamiento. La realidad más bien nos presenta un panorama bien distinto:
nuestra cultura parece cada día más consumista e irreflexiva.
. El ser humano se
está convirtiendo en un ser vacío, es decir, sin conciencia de su vivir, de su
existencia, por la falta de razón. El ritmo de vida, los deseos inmediatos, el
estrés… no dejan espacio para la serenidad y el alcance del pensamiento.
. Todo el mundo es
mercancía para todo el mundo. Todos somos mercancía y esto nos lleva a la
preeminencia de la inteligencia como utilidad frente a la fuerza de la razón
. De ello se deduce un
distanciamiento cada vez mayor entre los seres humanos (a pesar de los atascos
playeros y del culo al lado del culo).
. A pesar de ser cada
vez más seres en este pequeño planeta, cada día andamos más solos, más
olvidados de los demás.
. Este vacío de
cultivo de la razón nos lleva a la necesidad de que sea llenado por otros
vacíos conducidos por la utilidad y explotados por los poderes sociales. En
verano, el turismo de masas es un buen ejemplo. O los macroconciertos. O mil
ejemplos más.
. ¿Dónde ha quedado el
ser humano, inteligente, sí, pero con capacidad para razonar?
. Hoy, como siempre,
la necesidad de la razón se hace imperiosa.
Y un añadido como
ejemplo definitivo: Escucho y veo que EEUU, Luxemburgo y Catar (¡tres de los
países con mayor renta per cápita en el mundo!) han gastado, de lo que produce el planeta, lo
que les correspondía para un año en menos de tres meses. Qué casualidad. Frente
a ellos, los países pobres nunca gastarán lo que les corresponde: el patrón del
dinero y de esta sociedad sin sentido no se lo permite. ¿Vivimos por encima de
nuestras posibilidades, o no? Claro que, solo un minuto después veo dar cifras
de los tropecientos millones de turistas que ya nos han visitado y los
cuantiosos gastos que nos han dejado. ¡Contradicción tras contradicción!
Inteligencia sí, pero,
sobre todo, razón. El panorama que se pinta no es precisamente positivo. Pero
ya me dirán. Venga, a poner la sombrilla y al botellón.