Daremos por hecho que las
personas y que las comunidades actúan de acuerdo con una escala de valores. De
esta manera, una vez reconocidos esa escala y esos valores, todos podemos
anticipar por aproximación cuál va a ser la respuesta de un individuo o de un
grupo. No sé si es muy sencilla la definición de la palabra “valor”. Sospecho
que no. Pero no es menos peliagudo ordenar esos valores en una escala. Porque
entran en colisión con frecuencia y, con esa misma frecuencia, tenemos
necesidad de dar paso a uno de los valores dejando al ralentí otro, o incluso
pasando por encima de lo que representa. De esta manera, aquello que parecería
prioritario, el valor como algo supremo, se convierte en secundario y de
segunda mano.
Me pregunto hasta qué punto
tiene uno que apuntalar y dar certeza a algo en lo que cree cuando acarrea con
ello algún mal no menor para la comunidad. Su razonamiento y el contrario
pueden estar en la verdad pero resultar incompatibles en su aplicación
simultánea. ¿Cómo actuar en esas circunstancias.
Me ocupa en estos días un
asunto que responde a estas características. No es personal, pero me implica. Y
no sé muy bien cuál es la mejor actuación. Cualquiera merece aplausos pero
conlleva también zonas oscuras. Acertar resulta muy complicado. No puedo ser más
explícito de momento. Veremos.