domingo, 1 de marzo de 2015

EL ACONSEJANTE DE SARA




Sara repite con frecuencia que, cuando sea mayor, quiere ser peluquera. Sara tiene cinco años y ya ve y observa que hay futuro y que la realidad cambia en cada persona, es decir, que su vida es un proceso en el que tiene que realizarse. Será lo que quiera, por supuesto, pero sospecho que su realidad no irá por esos derroteros.
Pero Sara ya ha recibido consejos que tienen que ver con alguna de sus obligaciones futuras. Porque Sara está, como todos los demás, en ese proceso de realización vital. Y tiene un encargo complicado pero que tiene que ir esbozando y asumiendo poco a poco. Alguien le ha dicho, así como si nada, como sin darle importancia, que tiene que cumplir una obligación por encima de todas las demás: SARA TIENE QUE SER FELIZ.
Qué osadía, qué salida de tono la del aconsejante. Como si eso fuera igual que ir a comprar el pan a la esquina. Y lo malo es que ese informante es un pesado y se lo va a repetir numerosas veces, hasta que a Sara le quede como un disco rayado olvidado encima de un tocadiscos.
Naturalmente, el aconsejante tiene cierta obligación de explicarle -si es que tuviera alguna idea de ello- qué demonios es eso de ser feliz, en qué puede consistir semejante ocurrencia. Y no lo va a tener fácil, entre otras cosas porque no sé si existe alguien que realmente lo sepa.
Tal vez debería operar por aproximación y con mucha cautela. El diccionario define la felicidad como un “estado del ánimo que se complace en la posesión de un bien”. No está mal para empezar. Cinco elementos se suman: “estado”, “ánimo”, “complacencia”, “posesión” y “bien”. ¿Cómo se le hinca el diente a cada uno de ellos? Tal vez Sara pronto domine una aproximación correcta a “ánimo”, a “complacencia” y a “posesión”. Pero, cuando se enfrente a eso de “estado”, se puede desilusionar si no se convence de que eso de la felicidad no es algo continuo sino momentáneo y discontinuo, algo que, además, se puede intensificar o desinflar según el momento. Entonces acaso se caiga del guindo y se instale en una aspiración más sencilla y alcanzable. Ojalá. ¿Y lo del bien?, ¿qué es eso del bien? Porque hay muchas clases de bienes: materiales, de carácter, espirituales… ¿En cuál de ellos se instalará Sara?, ¿a cuáles renunciará, si es que lo hace?, ¿cuánto esfuerzo prestará para conseguir cada uno de ellos?, ¿qué la guiará hasta la certeza de qué es un bien?, ¿lo querrá compartir?... ¡Ay, qué trabajo tan difícil este!
Y aún queda algo más verdadero. ¿Qué pasa con la verdad y con la belleza? ¿No serán éstos elementos que la lleven a la definición y al hallazgo más verdadero del bien en el que se tiene que complacer? ¿Y por dónde se va a la verdad? ¿Y cómo se ha de definir y de tratar la belleza?
El aconsejante piensa que, a pesar de todo, tiene que darle vueltas al asunto y no piensa bajarse del tic que lo convertirá en un pesado y en un pelma delante de Sara. O sea, que le va a dar la vara con eso de la obligación de ser feliz, la empujará a que ahonde en eso de la verdad, de la belleza y del bien, como forma de acercarse tenuemente a la felicidad. A la felicidad consciente y sentida; la felicidad inconsciente tal vez sea la del tonto del pueblo, la de Blasillo en Lucerna, y esta anda lejos de la consciencia del bien, de la verdad y de la belleza.

Al aconsejante, la verdad, le mosquea un poco la posibilidad de que a Sara la tome la angustia si descubre la dificultad para aproximarse al estado de felicidad, pero, de momento piensa seguir insistiendo, que me lo ha dicho a mí. Yo prometo que lo vigilaré para que no dañe ni a Sara ni a nadie con sus repeticiones y con sus mandatos. Porque Sara, y tal vez cualquier persona, están por encima hasta de estos conceptos tan sublimes y que nos parece que dignifican el concepto y la vida de cualquier ser humano.

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