La publicación del pequeño
tratado de Ética Cívica en los anteriores días me ha retrasado esta obligada
referencia. Me gusta añadir a mis pobres reflexiones las de aquellos a quienes
más admiro. El filósofo Emilio Lledó es uno de ellos. En este discurso de no
más de un par de folios, dice mucho más que otros en decenas y en centenares de
páginas. Este sí que es un verdadero argumento de autoridad. A ver si aprenden todos
aquellos que piensan que un discurso tiene que ser un tratado de un infinito número
de páginas, casi todas ellas notas a pie de página y que no añaden ideas sino solo
datos.
“INTERVENCIÓN DEL EXCMO. SR. D.
EMILIO LLEDÓ ÍÑIGO. Premio Princesa de Asturias de Comunicación y Humanidades.
Oviedo, 23 de octubre de 2015
Una experiencia incesante, la
vida. Vamos aprendiendo a mirar, a asombrarnos de la naturaleza que nos rodea:
los árboles, las nubes, la luz, el mar, la tierra, los frutos de la tierra.
Fueron los primeros filósofos los que nos iniciaron en ese asombro y empezaron
a especular, a “teorizar”, -que es una forma de mirar- sobre lo que llamaron
stoijeia, los “elementos”, los principios fundamentales de la vida: el agua, el
aire, la tierra. No podríamos imaginar en nuestro mundo tecnológico -fruto, en
sus orígenes, de la ciencia, de la pasión por conocer- que, de pronto, nos
dijera algo así como: mañana no habrá aire, mañana, nunca más habrá agua. Nos
sobraría ya todo, no habría prodigio técnico capaz de compensarlo. Y también la
luz: esa posibilidad de experimentar el asombro y, en él, la unión con el mundo
en el que estamos, y transformarnos en esa luz interior, en la que nos vemos y
en la que somos. Pero esta luz interior, este descubrimiento del “gozo de los
sentidos, (aistheséom agápesis) (Met. I.980a) estuvo determinada por una nueva
forma de mirar, y unos nuevos objetos “ideados” “mirados”, que la tradición
latina llamará conceptos, o sea algo concebido por la mente y que habrían de
forjar un nuevo universo de palabras “elementales”. Palabras que ya no
indicaban el mundo entorno, que no señalaban la realidad: la dureza de la
tierra, el soplo del aire, el contacto fluyente, viviente, del agua En esa
constelación de significados se hizo presente algo que no podíamos tocar, no
podíamos percibir con los sentidos, sino con esa luz interior, nacida en el
corazón del lenguaje y que nos ha hecho comunicación y humanidad, que nos ha
transformado en palabra. Esos elementos se llamaron “Verdad”, Bien”, “Belleza”
(Alétheia, Agathón, Kalón). Puras voces, puro aire semántico que nada señalaban
fuera de sí mismo, pero cuya mismidad empezó a hacerse tan imprescindible como
el aire o el agua. Los elementos de la cultura irradiaron hacia un horizonte
ideal de la vida humana y están, por ello, en el origen de ese también
sorprendente concepto: Humanidades. Un término que se nos ha hecho familiar, y
que, por esa misma familiaridad, podríamos resbalar, sin darnos cuenta, por el
fecundo territorio de sus significados. Aunque no es el momento de adentrarnos
por ese dominio semántico, y descubrir algo de su historia y de su aliento, me
gustaría anticipar que esa palabra, llena de vida, las “humanidades”, es fruto
de un largo proceso cultural. Es un ideal en la memoria colectiva y, sobre
todo, resultado no sólo de la “teoría”, de la mirada, sino que es fuerza,
dinamismo, riqueza para la sociedad. Las humanidades se aprenden, se comunican.
Las necesitamos para hacernos quienes somos, para saber qué somos y, sobre
todo, para no cegarnos en lo que queremos, en lo que debemos ser. La verdad era
fundadora de convivencia, estructura esencial en el comportamiento de la
sociedad: un espejo que refleja en lo dicho la conformidad y el acuerdo del ser
que lo decía. Pero el cielo ideal de las Humanidades, está en la realidad lleno
de nubarrones violentos. Basta abrir los periódicos o escuchar las noticias. Y
esa oscuridad nos lleva a pensar si esa prodigiosa invención de las
“humanidades” no se nos ha deteriorado y si, a pesar de los indudables
progresos reales, el género humano no ha logrado superar la ignorancia y su
inevitable compañía, la violencia, la crueldad. El “género humano”, esa
trivializada expresión, convertida en “desgénero humano”, en una degeneración.
Hay otro concepto, en ese territorio ideal, en esos elementos inventados por la
cultura y su lenguaje, que se llamó “Bien” “Bondad”. Si analizamos los primeros
textos donde aparece esa palabra, descubrimos que el Bien –tò agathón– la
excelencia, la virtud, la conciencia moral y todo lo que se encerraba en la
palabra areté, fue surgiendo y evolucionando desde el cobijo del clan familiar.
El bien se levantó desde ese espacio de mutua ayuda y protección con que la
naturaleza asimila, alienta y sostiene sus propios productos. Efectivamente el
bien suponía, frente a la idea de un bien absoluto, una perspectiva humana. Una
mirada, pero desde dentro de uno mismo. Un texto de la Ética aristotélica dice
que todos los hombres buscan el bien; pero ese bien está determinado por la
“apariencia” (phainómenon) con la que se nos hace presente. La apariencia es,
pues, lo que ve nuestra mente, lo que siente nuestro corazón, lo que construye
la mirada interior que forja la propia humanidad. Y ese bien, como la verdad,
se aprende en la cultura que no es, en su origen, sino pedagogía, educación. No
es extraño que la belleza fuera unida a la bondad (kalós kaì agathós). Todo
ello implicaba el despertar, ante nuestros ojos, ante nuestros oídos de ese horizonte
de las Humanidades. Una famosa intuición de la filosofía griega, atribuida a
Protágoras, nos dice que “el hombre es la medida de todas las cosas”. Y sabemos
que es cierto, que nuestra intimidad es el misterio que oculta esa perspectiva
con la que nos acercamos al mundo. Pero ese homo mensura que manifiesta la
esencia de nuestra personalidad, del ser que somos o que estamos llegando a
ser, nos enfrente a otras cuestiones sustanciales: ¿Quién mide en nosotros?
¿Qué medimos? ¿Cómo medimos? Y en definitiva: ¿Quién nos enseña a medir? La
educación, la paideía, inicia, ya en la infancia, ese proceso de construir el
“quien” que mide en nosotros. Los reflejos mentales, los posibles reflejos
condicionados que, como en el famoso experimento de Pavlov, inyecta en las
neuronas el lenguaje de los medios de comunicación, de nuestros, digamos,
educadores, determina, condiciona, esclavizándola o liberándola, nuestra vida y
nuestra persona. Aunque lo importante no son tanto los medios, sino las
fuentes, los orígenes, los manantiales de los que brota todo lo que esos medios
“mediatizan”. Estoy convencido de que los maestros, los profesores, son
conscientes de ese privilegio de la comunicación, de esa forma suprema de
“humanidades”. Ese anhelo de superación, de cultura, de cultivo es, tal vez, la
empresa más necesaria en una colectividad, en una “polis” y en su memoria. En
ella, en esa educación de la libertad, alienta el futuro, el de la verdad, el
de la lucha por la igualdad, por la justicia, por la inteligencia. Quisiera
recordar, en este momento un poema de Brecht que habla del nacimiento del libro
de Lao-tsé cuando iba a la emigración. Al pasar una frontera, el aduanero le
pregunta si tiene alguna cosa que declarar. Ninguna, dice. Y el joven que le
acompañaba añade: “Er hat gelehrt”. Ha podido hablar, comunicarse, enseñar,
existir en las palabras. “Y así quedó todo claro”.