lunes, 23 de noviembre de 2015

EL OTOÑO COMO PRETEXTO




Que uno no dé cuenta de algo no significa que ese algo no se produzca ni que deje de existir.
El tiempo pasa (que es lo que siempre pasa), la naturaleza sigue su curso y los fenómenos se asoman cuando las condiciones son favorables. Nada más y nada menos.
Las mañanas siguen siendo alfombradas en el otoño bejarano, el acerón de subida al Castañar empieza a helarse a primeras horas e invita al cuidado en las pisadas, sobre todo en el paraje del Regajo; la Fuente del Lobo sigue solitaria y fría, con un escaso caudal en las fauces del animalito, que se arrice sin compañía hasta que alguien llega y le acaricia la cabeza mientras inclina la suya para beber, Después, el paseo hasta la Centena sumerge al paseante entre las estrecheces de la vegetación, que también ahora se va quedando desnuda e impúdica en el silencio del bosque.
Los sábados el tiempo se alarga y el espacio se amplía. Hoy aquí, mañana allí y el siguiente al otro lado. Hay para elegir casi hasta el infinito: la naturaleza es generosa y variada en estas tierras.
El último tocó Dehesa de Candelario. Se había anunciado frío y este no faltó a la cita. Después de la calma viene la tempestad, porque no hay bien que cien años dure, y el otoño bejarano venía siendo especialmente agradable en su temperatura. Así que nos fuimos hasta la carretera que asciende suavemente desde el pueblo serrano hasta el pantano de Navamuño, para dar después vista a La Garganta, al hermoso valle del Ambroz y a las amplias llanuras extremeñas.
Enseguida dejamos el coche y nos hicimos caminantes. Mochilas con viandas para no desmerecer lo que había de llegar a media mañana, gorras de invierno y trajes para no pasar frío, buenas botas, y mejor ánimo para caminar.
Enseguida, a la derecha de la carretera, se abre un camino que se interna entre castaños y pinos, y que se va inclinando en busca del rumor del río. Aprieta el frío tanto como bajan las temperaturas, el silencio se hace denso y el cielo se torna gris. Aún no amenaza lluvia, pero los cielos tienen su misión y deciden lo que tienen que hacer. Los caminantes respiran, se dejan acariciar por el vientecillo, admiran los cambios que la naturaleza admite sin parar y echan paso a paso sus cuerpos en busca de nada y de todo.
Pronto rompen en conversación acerca de lo mostrenco y próximo: un partido, una declaración pública de un político, alguna actividad propia o de otros…; lo de siempre y lo de nunca. Todavía no es hora de arrancarse con conversaciones “trascendentes”, esas que se articulan mejor tras un buen trago de aguardiente o después de un vaso de té del de mejor calidad.
El camino es estrecho y no corre mucha agua por los regatos. Son las huellas de un otoño escasamente lluvioso. Después de algún sube y baja, el río nos aguarda en Puente Nueva. Allí hay que pararse para hacer los honores al río, a los restos de alguna fabricación que ya solo se mantiene en el recuerdo y a las tomas de agua que llegan hasta los depósitos de la ciudad. Solo nuestras voces y el rumor del río; solo el cielo arriba y el suelo abajo. Y, en medio, los caminantes, que siguen admirando, como cada día y como cada sábado, los parajes que tienen a su disposición siempre y de manera gratuita. A veces su condición de bejaranos se torna en condición de bajarauis por sus manifestaciones un poco bucólicas y nostálgicas, pero la fuerza de la naturaleza los perdona y hasta los entiende.
De nuevo vuelven a cruzar el río en otra toma de agua y suben hasta la carretera. Alguien anda empeñado en estropear el camino a lomos de una moto saltapiedras y estropeacaminos. Y es alguien del orden público. Qué le vamos a hacer. Será tal vez para adquirir rudeza y carácter. Será.
Un rato más de charla y el puente de los Avellanares desvía a los caminantes hacia la Dehesa de Candelario, ese camino tan hollado por ellos en el que se refugian tantas veces cuando el cielo anda enfadado y amenaza lluvia o nieve.
El refugio de la dehesa es lugar idóneo para descansar, para reponer fuerzas y llenar la andorga de alimentos reparadores. No conviene enumerar la lista de los alimentos para que el lector no se sienta desconcertado ni siquiera extrañado de la cantidad ni de la calidad, pero son de los que resucitan a un muerto y de los que levantan el ánimo más decaído, de los que incitan a la conversación saludable o de la otra y de los que animan a no dejar rastros ni para los pájaros.
Con todos ellos se sacian los caminantes, al abrigo del tejado y apoyados en una extensa mesa de madera, en la que han desplegado todo un batallón de intendencia del que darán buena cuenta sin prisas pero sin pausa.
Apenas se sientan, los cielos, envidiosos o hambrientos -vete tú a saber- quieren hacerse partícipes y, a falta de comida, traen para los caminantes el escenario de la nieve. En la Dehesa de Candelario se ha puesto a nevar. Ahora la comida y la bebida cantan mejor, saben mejor y menudean con más velocidad. Porque, al fin y al cabo, saber y sabor tienen mucho que ver. Los caminantes saben y saborean las viandas y la naturaleza en una mezcla que se va haciendo medio mística a medida que los copos se hacen más densos y los tragos más largos.
Cualquier asunto es ahora propicio para el intercambio en la palabra. No solo en la Dehesa sino también en el camino de vuelta. Unos hablan más, otros escuchan menos, y todos echan su cuarto a espadas arreglando el mundo.
Pero quien quiera gozar de ambas cosas, tiene que venir a verlo, a saberlo y a saborearlo. Y, si es bien pertrechado de sabores y de saberes, mucho mejor.

El sábado pasado fueron Juan Heras, Pepe de Frutos, Manuel Casadiego y el caminante parlero. ¿Quién será el próximo sábado?

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