sábado, 30 de enero de 2016

RUMOR DE PRIMAVERA BÉJAR-LA CALZADA-BÉJAR


No sé si la belleza está en mi mente, o en la realidad externa. Tampoco sé hasta qué punto la realidad es la que observo a través de mis sentidos o es otra diferente y esencial, distinta de mi capacidad de captación. Algunos esquemas indiciarios he ido desperdigando en esta ventana acerca de este asunto; hasta el punto de que creo que se puede rastrear un camino más o menos trabado en mis escritos reflexivos, aunque esquemáticos, de este Diario Menor.
Tal vez eso me lleva a la repetición de elementos y de descripciones. Qué le vamos a hacer. Ya se sabe que la realidad física que me rodea es considerada por mí como un espacio lujurioso y bendecido por una mano extraña y generosa. No sucede lo mismo con otras realidades como las humanas.
Hoy volví a llenarme de paisaje en otro de mis paseos sabatinos por los alrededores de Béjar.
Nueve de la mañana. Cielo despejado y azul. Calles semivacías. Apenas ruidos de vehículos. La soledad sonora del silencio. Ausencia de viento. Temperatura baja, algo más baja que otras mañanas. Manolo Casadiego ya me aguarda cargado de buen humor y de viandas.
Atravesamos la esquina de la Corredera para dejarnos engullir por la calle Colón, semidormida a estas horas. Después, la calle Olivillas, en descenso hacia el puente de la vía de ferrocarril. Al fondo del descenso, el milagro inesperado: los cuatro almendros que sobreviven colgados en la ladera que se desploma desde la calle Colón están llenos de fiesta: han florecido. ¡Y aún estamos en enero! Mi vigilancia este año se ha tornado en descuido. Ellos son siempre mi referencia primera como indicio y señal del cambio de tiempo, sé muy bien que florecen pronto, amparados al abrigo de las peñas y mirando al sol y a la montaña. Este año me he perdido el milagro de asistir a su parto. Cachis. Nos saludan en plenitud de flores y de colores rosados y blancos. Yo me alegro y refresco en mi memoria otros días y otros años, otras personas y otros hechos ya lejanos tal vez en el tiempo pero no en mi recuerdo.
En cuanto el valle se abre, valle de las Huertas abajo, se repite el milagro del almendro florido al lado de la desnudez de los demás árboles, que siguen ateridos y cubiertos de la fina gasa blanca que les ha dejado la noche encima. Estos días el rey es el almendro, en espera de la compañía de las mimosas y de los brotes de las demás plantas.
Nuestra conversación apenas se ve acompañada del canto matinal de algunos pájaros, que tal vez también barruntan la proximidad del buen tiempo. Cuando pasamos por la Fuente Honda, recuerdo al filósofo bejarano, al filósofo de los huertos, a Nicomedes Martín Mateos, y lo imagino al lado de su fuente, en pleno amanecer, mirando a su ciudad, a las montañas y al cielo, tratando de sacarles las verdades de sus entrañas.
Ahora las huertas están sin ser tratadas en ninguna de las actividades necesarias para que den sus frutos. Es invierno, es enero. Aún se ve un huerto con hermosas berzas, cargadas en sus centros con densos cogollos; ellas resisten mejor que ningún otro alimento los rigores invernales.
El rumor del río nos anticipa su presencia, y su cauce, y sus hendiduras, y sus canales. Cuando lo atravesamos por sus dos puentes contiguos, ya anda agotado en sus trabajos fabriles y ahora mucho más en los de producción de electricidad. Enseguida, el remanso y el rejuvenecimiento en su depuración. Este río Cuerpo de Hombre no para de trabajar hasta que se hunde en el horizonte de Montemayor. Hoy baja cristalino y fresco, mirando hacia los árboles, que lo escoltan como soldados desnudos y en espera de verse también cubiertos de hojas y de frutos. ¿Qué se dirán los árboles y el agua en esta soledad eterna del cauce y del silencio? Porque el agua se va mientras que el árbol se queda clavado y suplicante, tal vez preguntándole al agua por el lugar `para el que ha sacado billete de ida y vuelta. El agua canta siempre; los árboles la miran y se callan. O rumian su soledad: quién lo puede saber.
Pero hay alguna sorpresa más en el camino. El sendero de la Umbría acompaña al río en su margen izquierda y ya le ha dado muestras de alguna primavera. Durante un buen trecho, un campo entero de narcisos se ha alzado en flor y se enseña al agua como en señal de fiesta y de color. ¡Narcisos en enero! ¡Y en la parte umbría! Nos paramos a mirarlos y a contemplarlos. Y a agradecer a la naturaleza su regalo. Entretanto, seguimos en descenso sin separarnos del río y entre robles revestidos de líquenes. Tranco del Diablo; Regato Hontoria, que nos mira desde la otra parte, y Molinos de Pichón.
En cuanto atravesamos de nuevo el río por un pobre puentecillo, los prados se hacen dueños de la ladera sur. Atravesamos uno amplio y verde. Un buen número de vacas y terneros son sus habitantes naturales; y un par de perros, que no paran de ladrar, sus guardianes fieles. Uno de ellos no nos deja tranquilos hasta que cerramos la última cancela. Eso sí que es un guardián celoso y cumplidor. La inseminación artificial parece marcar un tiempo común para que nazcan todos los animales, finos ternerillos tomando el sol de la mañana junto a sus madres en el verde prado.
Hemos de subir hasta el pueblo de La Calzada. Lo hacemos, por supuesto, por la descuidada ruta milenaria del mismo nombre, imaginando soldados, carros, viandas, guerras antiguas,  y peregrinos del Camino de Santiago, esos que siguen dando vida a esta senda durante todo el año. Sin prisas pero sin pausas, contemplando los caminos, pegando la hebra sobre diversos asuntos, sentándonos incluso un momento en una enorme piedra desde la que se ofrece una hermosa vista y cumpliendo también con el silencio que exige una buena cuesta a los caminantes.
El pueblo de La Calzada nos aguarda con su silencio, con sus casas rurales (¿cuántas?), con su campanario y con su ayuntamiento. Apoyados en la fachada suroeste del mismo, hay unos bancos de hierro que nos invitan a reponer fuerzas. A ello vamos. En esto también nosotros somos generosos. Mientras descansamos, damos besos a los vasos y hacemos trabajar a nuestras mandíbulas, el sol se recrea en el cielo y algún vecino pasa por la plaza camino de vete a saber de dónde. Hasta el panadero tiene que tocar una bocina de niños para indicar que viene a repartir el pan de cada día. Apenas dos vecinas se llevan unas barras. Lo demás es prácticamente silencio y calma, serenidad y sosiego. El silencio solo es roto por el tañido repentino de alguna campana que da la hora a todo el pueblo. Uno piensa que debe de dar la hora más a las casas y a los animales que a las personas, pues estas son pocas y deben de andar perdidas u olvidadas. En esa improvisada mesa de pan bien abastada, pasamos un rato largo.
La vuelta nos espera por la llamada Cañada Real, ese estrecho camino que ha comunicado durante siglos el pueblo de La Calzada con Béjar, ese sendero por el que han ido y venido gentes de todo tipo, animales de toda clase y productos de toda especie; un camino más humano que físico y un cuadro natural móvil con figuras de toda traza.
Ahora es zona más alta y despejada. El sol aquí es más dueño del paisaje. Los prados lo ocupan todo y en ellos los animales pasan el tiempo mirando al suelo y dormitando. En algún lugar vuelven a aparecer los almendros florecidos y los regatos que marcan las sendas naturales del agua del invierno. La montaña se alza allá en el frente. La suavidad del invierno la ha dejado con la cara más sucia y menos blanca. Aún le queda tiempo de llenarse de nieve, pero ya no se sabe si tendrá ganas de ello.
Cuando, ya en el caso urbano, ascendemos por la llamada Cuesta de los Perros, el río nos despide en sus rumores y una serie infinita de latas y botes de bebidas abandonados en el margen de la carretera nos recuerda la desidia, la negligencia, la incuria y la falta de educación cívica de algunos de nuestros convecinos. Esto también es la España real.

Nosotros no nos merecemos esto. ¿A que no, Manolo?

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