lunes, 1 de febrero de 2016

CARLOS Y LA ESPERANZA


Claro que, bien mirado, ¿para qué tanta prisa y tanta madrugada?
A Carlos le pesaban las mantas después de tanto abrigo nocturno y un sueño bien ligero. La luz se abría paso por las pequeñas grietas que dejaba una persiana mal bajada. Era una luz tenue y brumosa, llegada del confín del horizonte. Porque el horizonte de la luz era infinito, pero el de la vida de Carlos se agotaba en pocos metros.
Hacía más de dos años que su nombre engordaba las listas del paro. Desde aquel maldito día en el que le comunicaron que la reiterada falta de pedidos obligaba a cerrar las puertas de la fábrica. Desde entonces, se había sentido inútil y sin fuerzas para emprender cualquier nuevo camino. Y no es que no lo hubiera intentado. No conocía otro oficio, pero alguien le inventó un modelo de currículo en el que, sin mentir ni decir toda la verdad, se mostraba dispuesto a cualquier tipo de trabajo con tal de sentirse útil y poder aportar algo a su casa.
Porque en casa de Carlos vivían cinco personas: su esposa, sus dos hijos y su suegra. Y todo era contar y estirar la libreta de su suegra, aquella en la que cada fin de mes se ingresaban apenas unos cientos de euros. Después todo se ajustaba y se controlaba: la cesta de la compra, el gasto de los niños, cualquier viaje obligado y la lista de proyectos, que se había reducido a un sueño sin fecha fija y a plazo indefinido.
Cundo Carlos volvía de llevar a los niños al colegio, rumiaba su silencio, miraba por la ventana la ladera frondosa de la sierra y recordaba otros días en los que apenas tenía tiempo porque el horario más las horas extra apenas le dejaban momentos de descanso. En casa observaba a su esposa e intercambiaba con ella alguna conversación corta. Después, casi a diario, se marchaba, calle Mayor arriba, en busca del parque, donde se encontraba con otros vecinos que engordaban como él la lista de desocupados de la pequeña ciudad en la que vivía.
La ocupación más común se solventaba en dar vueltas y más vueltas  por el rectángulo verde y en pegar la hebra arreglando el mundo y sus maldades. Ya apenas hablaban de la situación en su ciudad, como si no les quedara esperanza en ellos mismos ni en lo que les rodeaba.

Ahora Carlos sigue mirando al cielo y paseando por el parque. Pero sueña con que la primavera le traerá buenos paisajes, mejor temperatura y algún extraño envite con el que salir de este extraño sopor al que lo han obligado y al que él seguramente también ha contribuido con su excesiva complacencia. Carlos se ha apuntado a un sindicato, está estudiando un curso de especialista en agricultura y, sobre todo, sueña. En casa sonríe a sus hijos y, cuando en la televisión aparecen las noticias, apaga el aparato y cuenta a la familia sus proyectos y sus esperanzas. El último sábado se ha cogido a sus hijos y los ha llevado hasta un altozano desde el que se divisan los lugares más verdes y los lejanos llanos. Y les ha explicado sus ansias y sus sueños. En el descanso del altozano han tomado un bocadillo y han bebido de una fresca fuente. Tal vez los niños también han soñado y se han soñado en lo que su padre les estaba proponiendo. Ellos son bien pequeños y les queda todo el tiempo del mundo. Y todos los proyectos. Y toda la esperanza. 

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