Mediados de enero. Mes
frío. Rebajas. «Traten unos del gobierno / del mundo y sus monarquías, /
mientras gobiernan mis días / mantequillas y pan tierno, / y las mañanas de
invierno / naranjadas y aguardiente, / y ríase la gente…». Se reía Góngora y me
río con él. Lo hago por no llorar, pero la risa es una risa triste.
Aunque el invierno
parece que anda agazapado y no tiene intención de enseñar sus dientes (aún le queda tiempo para hacer de las suyas), se
está muy bien al arrimo del radiador y cerquita de las teclas. Tampoco se está
mal al solecito del mediodía, por esos campos de Dios, sin casi nadie que te
moleste. Mientras tanto, los medios vuelven, después del atracón de las
Navidades, al sonsonete de los acontecimientos políticos y a la publicidad como
reclamo permanente de la necesidad de seguir consumiendo. Son las famosas
rebajas de enero, ese período en el que todos los productos se han puesto
dadivosos y caritativos y se ofrecen a un precio más bajo que el día anterior;
como si ello no implicara que, o bien antes andaban muy por encima de su precio
razonable (no confundir valor y precio), o ahora están en su valor real. O esto
no lo entiende ni el que asó la manteca.
Entre los empujones de
la publicidad, que no para en su ruido continuo, y las indicaciones de los
economistas y dirigentes sociales y políticos, que proclaman a los cuatro
vientos las bondades del consumo para que la economía se mueva (dicen), todo se
convierte en una rueda de molino que no para de rodar y rodar hasta convertirnos
a todos en consumidores antes que en ciudadanos pensantes y responsables. Poco
importan las necesidades reales ante la avalancha de la moda y de las
reposiciones de productos para la nueva temporada, en incluso para el próximo
trimestre. Así que «cambie usted de coche, acuda a las rebajas, consuma,
consuma y consuma».
Solo muy de cuando en
cuando aparece alguien en los medios de comunicación al que le permiten sugerir
(en voz baja, no se vayan a enfadar gentes de toda guisa) que acaso el consumo
por el consumo no es lo más razonable y que precisamente habría que consumir
menos para entrar en una dinámica de economía razonable y sostenible, esa que a
medio y largo plazo nos traerá más beneficios para todos. Pero, entonces,
cerrarán las fábricas y los medios de producción, los obreros irán al paro, la
economía se vendrá abajo y la gente lo pasará mal, replicarán enseguida. Y,
además, te pueden tildar de mal ciudadano y soltarte otro rosario de
improperios.
Pues digo yo que, si
es bueno que el dinero y las materias se muevan, ¿por qué no se hace con más
celeridad? Cómprese un coche cada cinco años ¿y por qué no cada dos?, renuévese
todo el vestuario cada temporada, consúmanse calorías a destajo… Hala, que se
mueva la economía.
Parece que no hay que
ser muy avispado para entender que, si no se embrida fuertemente a este sistema
consumista, caminamos al sinsentido y al abismo. Hay que domar a este potro que
se nos ha vuelto tan salvaje. Cuidado, porque el potro es el sistema; pero
también lo somos cada uno de nosotros.
Góngora seguía en su
sarcasmo:
«Coma en dorada
vajilla / el príncipe mil cuidados, / como píldoras dorados, / que yo en mi
pobre mesilla / quiero más una morcilla / que en el asador reviente, / y ríase
la gente».
No entraremos en interpretaciones.
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