LA FE,
LA CONCIENCIA Y EL LAGO
Una circunstancia deportiva y familiar me ha
llevado este fin de semana hasta Sanabria, esa comarca del noroeste de Zamora
que ya apunta claramente hacia Galicia, donde la naturaleza es ya toda verde y
los llanos ya son chanos, o sea, de base lingüística gallega. Hasta allí he
acudido en varias ocasiones y por distintos motivos.
Cada vez que me desplazo hasta Sanabria
(Puebla, El Puente, Galende, Ribadelago, San Martín de Castañeda…) incluyo
entre mis enseres el librito San Manuel Bueno, mártir, de Unamuno. Y, en
cuanto encuentro un rato, me lo despacho con fruición. Me gusta su lectura
precisamente en los lugares físicos en los que se inspira la novela. Allí, a la
orilla de las aguas esmaltadas, espejo de los cielos y tumba de la soñada
Valverde de Lucerna, a los pies del monasterio de San Martín de Castañeda,
mirador casi altivo del lago y de todo el horizonte.
Este libro despierta en mí casi mil
sensaciones, tal vez una por cada párrafo y varias por cada página. La
principal, claro, es la de la ocultación de la falta de fe con tal de no
despertar en los demás la conciencia de la racionalidad y de sus posibles (casi
seguras) inquietudes y desilusiones. Este cura de pueblo que era capaz de todo,
de engañarse y de engañar a los demás, con tal de no romper una esfera mágica
de inocencia entre los habitantes de Valverde de Lucerna y que consiguió algo
parecido incluso con Lázaro, el único que en el pueblo poseía la capacidad para
dar sentido y cabida a la razón.
El libro está cargado de simbolismos y de incitaciones
a la disputa y al intercambio de opiniones. El primero y principal sigue siendo
precisamente esa de someter el valor y el desarrollo de la razón a una fe
tradicional, sin ninguna grieta, esa fe del carbonero que no necesita
preguntarse por nada, y que todo lo somete a la costumbre, a lo que le llega
del representante de esa fe, y que con ese dejarse llevar se siente alegre y
como si nada le alumbrara nada diferente.
¿Es eso
cobardía?, ¿es ignorancia?, ¿es producto de alguna desilusión?, ¿existe algún
nivel de conciencia en este comportamiento? Y, desde la situación del cura de
la aldea, ¿es egoísmo?, ¿es temor?, ¿es sublimación?, ¿de qué?, ¿es cobardía
personal?, ¿el cura es en realidad bueno y mártir?, ¿cómo se
puede mantener una actividad y una actitud vital de fe durante mucho tiempo con
una base de incredulidad?, ¿se puede progresar así, con esa ceguera racional y
solo en el mundo nebuloso de la fe?, ¿a quién beneficia esto, a todos o solo a
algunos? Y muchas más preguntas que yo no sé contestar con certeza.
Porque, por encima de cualquier teoría, Unamuno
ensalza y defiende el valor de la vida, de la vida en positivo, de la vida que
desarrolla las ilusiones y los sentimientos. Y esta vida se halla sobre todo en
las gentes sencillas, esas que tienen en común solo algunas cosas que han
llegado a crear posos quién sabe cómo, pero que las mantiene en esa identidad
común, lejos de las teorías y de las agitaciones sociales, académicas o
económicas. “-Lo primero, decía (el cura), es que el pueblo esté contento, que
estén todos contentos de vivir. El contentamiento de vivir es lo primero de
todo”. Y en boca de Ángela Carballino: “Y más tarde, recordando aquel solemne
rato (el de la muerte de san Manuel) he comprendido que la alegría
imperturbable de don Manuel era la forma temporal y terrena de una infinita y
eterna tristeza que con heroica santidad recataba a los ojos y a los oídos de
los demás”. O en sus conversaciones con Lázaro: “¿La verdad? La verdad, Lázaro,
es acaso algo terrible, algo intolerable, algo mortal; la gente sencilla no
podría vivir con ella”. (…) “-Y el pueblo, dije, ¿cree de veras? -¿Qué sé yo…! Cree
sin querer, por hábito, por tradición. Y lo que hace falta es no despertarle. Y
que viva en su pobreza de sentimientos, para que no adquiera torturas de lujo.
¡Bienaventurados los pobres de espíritu!”.
Qué añadir como comentario si se me ocurren mil
en contra y otros mil a favor. Así me sucede tantas veces con este don Miguel
de Unamuno a quien tanto admiro y con quien tanto discuto cada vez que me asomo
a cualquiera de sus textos.
¿Y la metáfora de la nieve cayendo mansamente
en el lago hasta fundirse con el agua, como la fe se funde con la vida sencilla
y humilde de tantas gentes? ¿Y la frase trágica “¡Dios mío, Dios mío, ¿por qué
me has abandonado!?”, que encierra todo un tratado de doctrina filosófica y de
teología? ¿Y el cura, hombre de acción, sin concederse ni un respiro para la
reflexión, tal vez por aquello de que “La verdad es acaso algo terrible”? Ya
digo, todo un cúmulo de indicios y de símbolos en tan pocas páginas. El libro
se lee en un rato, pero deja huella para mucho tiempo. Para trasladar sus
sugerencias al contexto de nuestros días, que siguen manteniendo un ritmo,
ahora frenético, que apenas deja espacio para la reflexión y que inyecta en las
masas símbolos y mitos de otro tipo que igualmente alucinan y conducen como rebaños
a tantos ciudadanos.
Sigo sin saber si don Manuel es un santo o un
cobarde, un héroe o un villano, un idealista o un desencantado… Esas mismas
preguntas debo formulármelas a mí mismo, por si me sirven como ejemplo para mis
actividades diarias y para mi conciencia de ciudadano. Cada cual sabrá lo que
tiene que hacer con su vida y con su conciencia.
1 comentario:
Siempre asocio a la novelita este poemilla de Unamuno. Aunque, en verdad, ni novelita ni poemilla sino mucho más:
¿ Qué es tu vida, alma mía?, ¿cuál tu pago?,
¡lluvia en el lago!
¿Qué es tu vida, alma mía, tu costumbre?
¡viento en la cumbre!
¿Cómo tu vida, mi alma, se renueva?
¡sombra en la cueva!,
¡Lluvia en el lago!,
¡viento en la cumbre!,
¡sombra en la cueva!
Lágrimas es la lluvia desde el cielo,
y es el viento sollozo sin partida,
pesar, la sombra sin ningún consuelo,
y lluvia y viento y sombra hacen la vida.
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