sábado, 14 de agosto de 2021

POR LOS PELOS

POR LOS PELOS

Me molestan las altas temperaturas y las olas de calor me desmadejan y me dejan como alicaído. Mi piel se queja enseguida, sobre todo la de mi cabeza. Una gorra y un sombrero acuden en mi ayuda, a modo de sombrilla, cada vez que asomo el cuerpo al sol. Menos mal. Buena parte de mi PELO me abandonó hace ya años y lo echo de menos, incluso rechazando ese dicho de que la calvicie da cierto porte de intelectualidad. A la porra con tal sentencia.

Pero me quedo en la palabra pelo y, otra vez, me atasco y me sorprendo. Porque pelo me evoca tiempos muy diferentes. El primero es el de los recién nacidos, esos pobres desvalidos que aparecen ya con sus defensas negras mezcladas con las sustancias de su bolsa vital. Después, lavados y arregladitos, ya empiezan a parecer personitas visibles.

Y adelanto las fechas hasta aquellos momentos imprecisos en los que aparecen los primeros síntomas de cabellos (para este momento es mejor el eufemismo) en las partes pudendas, como señal de que la vida sigue y se puede transmitir. De tales descubrimientos bien pueden dar cuenta los amigos, pues son los receptores de tales acontecimientos.

Pero estábamos en la cabeza y en ella se concretan las modas en los pelos y peinados. Cuando yo era niño, ningún padre ni madre se aventuraban a las melenas de estos tiempos: el niño bien arregladito tenía sus medidas en el pelo y de ellas no se salía. Desde la pubertad, ya no había cambios en el hombre, salvo en aquellos pocos casos de universitarios que extendían sus melenas en una muestra mitad protesta mitad moda. Hasta que un día, sin saber muy bien por qué, los pelos se empezaban a escapar y a descolgar como por encanto y, sin saber muy bien cómo, se encontraba uno con entradas que amenazaban con espacios libres en la cabeza de mayor extensión. En algún momento, el hombre se olvidaba de todo y cargaba con esa carencia hasta el final de sus días. Aún no habían aparecido los implantes ni se organizaban viajes a Turquía: el mundo tenía unos límites más reducidos y todo quedaba a beneficio de inventario y de resignación.

No ocurría lo mismo con el pelo de las mujeres. Cada edad tenía su forma y su cuidado. En mi pueblo, las mujeres jóvenes esparcían su pelo en melena al viento, como formando dibujos en el aire. Después del casamiento, hasta los pelos tenían que guardar sus reglas. Y aquellas melenas abundantes y despistadas daban lugar, en una edad indefinida, a moños recogidos en lo que parecía un mundo en miniatura, como si el pelo también tuviera que someterse a un recogimiento misterioso y las medidas se redujeran a un símbolo sentado en la cabeza, desde el que había que adivinar qué se escondía debajo. Tal vez las numerosas ocupaciones no permitían más libertades y el moño viniera a resumir la necesidad de prescindir de ese apéndice que embellece la cabeza, oculta sus propiedades y deja en la duda siempre lo que esconde y cobija. Cuando la edad avanzaba, el moño era casi obligatorio. No imagino casi a ninguna mujer de edad avanzada con el cabello al aire, formando melenas y figuras libres. Allí, en el moño, en aquella pequeña esfera, se guardaban todos los secretos y acaso también un buen puñado de deseos no cumplidos.

Me miro en el espejo y evoco la certeza de mi pelo en todo su esplendor. Lo pondría al lado de aquellos moños de las mujeres de mi infancia y los llevaría de paseo para soltarlos a la libertad del viento y de los sueños. Eso, de los sueños.

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