POR LOS PELOS
Me
molestan las altas temperaturas y las olas de calor me desmadejan y me dejan
como alicaído. Mi piel se queja enseguida, sobre todo la de mi cabeza. Una
gorra y un sombrero acuden en mi ayuda, a modo de sombrilla, cada vez que asomo
el cuerpo al sol. Menos mal. Buena parte de mi PELO me abandonó hace ya años y
lo echo de menos, incluso rechazando ese dicho de que la calvicie da cierto
porte de intelectualidad. A la porra con tal sentencia.
Pero
me quedo en la palabra pelo y, otra vez, me atasco y me sorprendo. Porque pelo
me evoca tiempos muy diferentes. El primero es el de los recién nacidos, esos
pobres desvalidos que aparecen ya con sus defensas negras mezcladas con las
sustancias de su bolsa vital. Después, lavados y arregladitos, ya empiezan a
parecer personitas visibles.
Y
adelanto las fechas hasta aquellos momentos imprecisos en los que aparecen los
primeros síntomas de cabellos (para este momento es mejor el eufemismo) en las
partes pudendas, como señal de que la vida sigue y se puede transmitir. De
tales descubrimientos bien pueden dar cuenta los amigos, pues son los
receptores de tales acontecimientos.
Pero
estábamos en la cabeza y en ella se concretan las modas en los pelos y
peinados. Cuando yo era niño, ningún padre ni madre se aventuraban a las
melenas de estos tiempos: el niño bien arregladito tenía sus medidas en el pelo
y de ellas no se salía. Desde la pubertad, ya no había cambios en el hombre,
salvo en aquellos pocos casos de universitarios que extendían sus melenas en
una muestra mitad protesta mitad moda. Hasta que un día, sin saber muy bien por
qué, los pelos se empezaban a escapar y a descolgar como por encanto y, sin
saber muy bien cómo, se encontraba uno con entradas que amenazaban con espacios
libres en la cabeza de mayor extensión. En algún momento, el hombre se olvidaba
de todo y cargaba con esa carencia hasta el final de sus días. Aún no habían
aparecido los implantes ni se organizaban viajes a Turquía: el mundo tenía unos
límites más reducidos y todo quedaba a beneficio de inventario y de
resignación.
No
ocurría lo mismo con el pelo de las mujeres. Cada edad tenía su forma y su
cuidado. En mi pueblo, las mujeres jóvenes esparcían su pelo en melena al
viento, como formando dibujos en el aire. Después del casamiento, hasta los
pelos tenían que guardar sus reglas. Y aquellas melenas abundantes y
despistadas daban lugar, en una edad indefinida, a moños recogidos en lo que
parecía un mundo en miniatura, como si el pelo también tuviera que someterse a
un recogimiento misterioso y las medidas se redujeran a un símbolo sentado en
la cabeza, desde el que había que adivinar qué se escondía debajo. Tal vez las
numerosas ocupaciones no permitían más libertades y el moño viniera a resumir
la necesidad de prescindir de ese apéndice que embellece la cabeza, oculta sus
propiedades y deja en la duda siempre lo que esconde y cobija. Cuando la edad
avanzaba, el moño era casi obligatorio. No imagino casi a ninguna mujer de edad
avanzada con el cabello al aire, formando melenas y figuras libres. Allí, en el
moño, en aquella pequeña esfera, se guardaban todos los secretos y acaso
también un buen puñado de deseos no cumplidos.
Me
miro en el espejo y evoco la certeza de mi pelo en todo su esplendor. Lo
pondría al lado de aquellos moños de las mujeres de mi infancia y los llevaría
de paseo para soltarlos a la libertad del viento y de los sueños. Eso, de los
sueños.
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