Echarse
a andar, sin nada en la mochila, sin rumbo prefijado y al son del mejor aire. Y, a la puerta de casa, dejar que se convoquen las palabras, que se sientan en
ecos y decidan venir a conocerse, a unirse y a decirse. Porque, al decirse
ellas, dirán la realidad, la realidad más alta, esa de la que formo parte. Por
eso, también me dirán a mí, esencialmente a mí, que las escucho y las recibo,
les doy paso en las teclas y las miro contentas de estar entre las líneas.
Ellas
luego me llevan por donde mejor quieren; son caprichosas siempre y no se dejan
domar por mi cabeza ni por las yemas de mis dedos. Pero yo me contento con
verlas cómo surgen de la nada. Escribo, por ejemplo, la palabra NIÑO y noto cómo
surge y viene a la superficie, de la nada, una figura próxima, vecina,
familiar, hermana, que me recuerda a mí mismo en otros tiempos, De repente, me
ha traído hasta mis ojos ese niño que fui y que andaba perdido en el fondo de
un ángulo oscuro. Y lo veo y lo contemplo. Le miro las manos, pequeñas y
menudas. sin labrar todavía al contacto con los roces y las asperezas de la
vida. Luego palpo su cara, esa cara de niño impúber y alisada, con unos ojos
que miran asustados todavía por todo lo que ven y que descubren.
Y sigo refugiado en la palabra niño, sin pasar
adelante en la escritura, la mirada y los ojos parados y contentos. Y se me
abren de pronto los sentidos, que me llevan a aquellos territorios ya lejanos
en los que aprendí los pasos primeros de la vida. Y el contexto se amplía y se
hace nítido; se despejan las nubes y queda un día claro para entender las cosas
que acaso sucedieron y quedaron para siempre en mi conciencia.
Y
allí los otros niños de la infancia, las calles hacia arriba y hacia abajo, tan
grandes y pequeñas para mis pocos años; y los cielos tan lejos y tan cerca; y
las gentes de un lado para otro, agotando el mundo en las montañas verticales, que
guardaban, cual centinelas, al pueblo y sus vecinos; y los ríos corriendo sin
descanso hacia sitios sin nombre; y el misterio del día y de la noche; y el
monte y los regatos; y el carbón y las cabras corriendo por las calles hasta
encontrar sus cuadras…
La
magia de la palabra niño ha convocado a su presencia a otras muchas palabras. Es
como si las hubiera invitado a una fiesta de celebración. En ella se han
conocido y allí han trabado trato y amistad para tejer historias que yo quise
contar, pero que dejé en descanso para otro día, contemplando el misterio que
contiene la osadía de echarse en busca de cualquier palabra. Para que surja
vida, para que la realidad se mantenga en todo tiempo, para que yo persista y
no me muera, para embarcarme, alegre y ligero de equipaje, en busca del sentir de
las palabras.
Hoy
me quedé asombrado en la palabra niño y no pude seguir para construir siquiera
una frase. Tal vez porque la historia estaba ya toda dentro de esta simple
palabra, de ese impulso vital que precipita la palabra niño. Como cualquier otra palabra.
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