POR LA BOCA MUERE EL PEZ
Irene Montero, ministra de igualdad, viene siendo
blanco de tantos insultos por parte de la derecha que si intentáramos juntarlos
en una lista necesitaríamos una resma de papel.
La misma ministra acusa a toda la derecha de promover
la cultura de la violación. Así, como si tal cosa.
La portavoz del PP en el Congreso acusa al Gobierno de
legislar para favorecer a los violadores. Y se queda tan fresca.
La presidenta de la comunidad de Madrid (ya me rindo a
la presión y no escribo presidente) tilda al presidente del Gobierno de tirano.
Dudo hasta de que sepa qué significa tal palabra.
El propio presidente del Gobierno manifiesta que
«pasará a la Historia» por no sé qué cosa. Y no le tiembla ni una ceja.
Y así, ejemplos por todas partes.
¿Pero qué guirigay es este? ¿Alguien va a poner un
poquito de orden y sosiego en este carajal? ¿Queda algún justo por ahí para
salvar a Sodoma y Gomorra de la destrucción?
Como sucede siempre, no todo el mundo es lo mismo ni
la equidistancia arregla nada. Claro que no todos son iguales y hay que acudir
a la causalidad múltiple y a los grados de realidad para poder poner algo de
luz a tanta ceguera. Que lo hagan los sociólogos y los analistas políticos en
sesudos ensayos. Si hace falta, y perdón por la osadía, les ofrezco el guion de
trabajo por capítulos.
Hay una parte del espectro político que mira a la derecha
al que le interesa muy mucho que el ejercicio de discusión política y de
contraste de ideas quede desprestigiado para que ganen enteros el exabrupto y
el trazo grueso, las afirmaciones sencillonas y generales y la demagogia que
dice arreglar lo difícil con proclamas sencillas. La otra esquina corre un
peligro similar para el día a día, aunque me parece que sus bases teóricas son
mucho más sólidas.
Cuando se repite la caricatura y la reducción
exagerada, se cae en el ridículo y se debería obtener el efecto bumerán. Pero
eso depende sobre todo del grado de análisis y de reflexión de los individuos
que escuchan tales simplezas. No sería vano analizar el grado medio de análisis
de la ciudadanía, porque -vaya usted a saber en qué nos basamos para ello-
nunca se corresponsabiliza a cada ciudadano de lo que pasa: siempre recae, por
inercia y de antemano, toda la culpa en la clase política.
Hay gente que vive instalada en la exageración, el
exabrupto y hasta en la mentira. Tal vez haya quien la siga, pero me gustaría
que otra mucha desconectara directamente de ellos hasta que volvieran a la
senda de la serenidad y de la reflexión.
Es verdad que, de entrada, las palabras no delinquen y
que hay que estar al contexto y a lo que marque la ley. Pero con mucho cuidado,
porque, si no delinquen, sí pueden herir y mucho. Por eso, aunque castigarlas
con un código sea muy difícil, no por ello tenemos campo libre para usarlas a
nuestro antojo. Y, por supuesto, en todos los casos; también cuando se nos va
la fuerza por la boca en la defensa a ultranza de la llamada libertad de
expresión.
Que una persona, por más que esta detente el cargo de
presidente del Gobierno, manifieste que pasará a la Historia por esta o la otra
cosa manifiesta, o un despiste que debe ser corregido con toda diligencia, o un
grado de vanidad preocupante; y, en ese vaso, vendría a ejemplificar que el
poder tiende a corromper a cualquiera. Es aquello de dime de qué presumes y te
diré de qué careces. No, hombre, no, la Historia la hacemos entre todos, los visibles
y los invisibles, los famosos y los olvidados, los listos y los torpes. Que de
uno hablen los demás, no uno mismo. Como si no tuviéramos abuelos.
Y así ejemplo tras ejemplo.
Anda el gallinero muy revuelto y el mar embravecido.
El refranero, como siempre, tiene para todo. Es la sabiduría popular la que
afirma «Por la boca muere el pez» y «cada uno es reo de sus palaras y dueño de
sus silencios».
Venga, vamos a pensar lo que decimos y, si es posible,
a decir lo que pensamos. Pero con calma y serenidad. Y amanecerá Dios y
medraremos.
Pues eso.
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