Los miércoles suele celebrarse pleno en el
Congreso de los Diputados. Allí, los elegidos, los patres conscripti, se
reúnen para legislar, se supone que en beneficio de la comunidad. Hay un canal
de televisión, llamado Veinticuatro horas, que lo retransmite en
directo. Hoy he visto por casualidad un rato lo que allí sucedía. Estos plenos
suelen estar dedicados a formular preguntas al Gobierno; por ello se llama a
estas sesiones, sesiones de control.
Aseguro que es todo un espectáculo, una
representación, un festival barroco o un botellón político.
Según lo aconsejen las circunstancias, los
intervinientes son diputados de uno u otro “nivel”, y lo mismo los que les
responden: parece que en política se respeta el protocolo hasta en la elección
de los actuantes. Cada uno de los preguntantes, sobre todo si son de “segundo
nivel”, sabe que no tiene demasiadas ocasiones
de mostrar sus cualidades oratorias y procura aprovechar la más mínima
oportunidad. ¿Cómo lo hacen? Imaginemos que tienen un minuto para formular la
pregunta (supongo que algún reglamento tendrán que lo determine). Pues de ese
minuto dedican cincuenta segundos a lucir su palmito, a expresar genéricos, a
poner a caer de un burro al que tiene que responder o al grupo político al que
corresponda, a elevar la voz por encima de cualquier tono comprensible y, en
definitiva, a dejar claro que el rival no posee más que vicios y carece de
cualquier virtud. En los diez últimos segundos formula escuetamente la
pregunta.
Si al menos la fundamentación de la pregunta se
basara en argumentos que tuvieran que ver con ella, podríamos entender esa
distribución de tiempos; pero ya digo que todo se les va en generalidades, en
descalificaciones absolutas y en tierra quemada para el adversario.
Hoy lo he comprobado con un parlamentario del
grupo de VOX y con otro del PP. El parlamentario de VOX bien parecía que estaba
haciendo méritos para escalar en la estimación de su grupo político y
parlamentario. Otro tanto hacía el del PP. No digo que no lo repitan otros
parlamentarios; reproduzco lo que he visto este mediodía. Este interés
desmedido por hacerse notar los lleva a la equivocación y, con perdón, al
ridículo.
En el día a día, los que se manejan con la
realidad, los que gobiernan y tienen que tomar decisiones, suelen ser más
comedidos que los que no tienen esa responsabilidad y solo manejan el nivel de
la teoría. Por eso, muchas de las respuestas corren el peligro de moverse entre
la compasión o la risa. No debe de resultar sencillo actuar en las respuestas
con calma y serenidad; sobre todo si los que preguntan lo hacen con tonos
histriónicos y hasta con elementos de falsedad, buscando solo su minuto de
gloria, el ascenso en la estimación de su grupo y la presencia en el telediario
o en la tertulia de turno.
¿Se imaginan que el tono se volviera jocoso en
las respuestas? Hoy, por ejemplo, sin que viniera a cuento, se afirmaba que el
paro juvenil en Asturias alcanzaba el treinta y cinco por ciento. Supongo que,
por desgracia, será verdad. Esta afirmación nada tenía que ver con lo que se
iba a preguntar (asuntos de fiscalidad). ¿Se imaginan que la respuesta se
pareciera a algo así como «Uy, y ya verá usted en el próximo trimestre, allí va
a arder Troya y no va a haber más que parados mendigando por las calles»? O
esta otra respuesta: «Señor bedel, llévele al diputado una aspirina y un vaso
de agua, y dentro de diez minutos, cuando se calme y sepa de qué estamos
hablando, le responderemos». Sería la sorpresa y el hazmerreír de todo el
Congreso, el preguntante quedaría desarmado y tal vez procuraría ser más
concreto en la siguiente pregunta.
¿Por qué esa manía de salirse de la normalidad
en el tono, en el contenido y en la intención de las preguntas? Al Gobierno hay
que controlarlo y atarlo en corto, que el poder tiende a corromper y no hay que
relajarse; pero hágase con dignidad y sin festejos y griteríos que echan por
tierra cualquier contenido y fin de lo que se les debe exigir a los
representantes públicos, desinflan la importancia de lo que se quiere preguntar
y todo lo deja en un altercado de barra de bar con unas copas de por medio.
Lo que se dice sirve para todos, claro; hoy por
unos y mañana por los otros. Y, por cierto, para el Congreso y para fuera de
él: también para el día a día de cada uno de nosotros.
Miraba unos minutos la televisión esta mañana
con una mezcla de enfado, de compasión y de risa.
Dentro de pocos días se celebra en España la
festividad del Corpus, la fiesta barroca por excelencia, la de más aparato
externo y la de más parafernalia. Uno tiende a pensar que el Congreso es una
representación continua de un auto sacramental civil, pagano y con un guion muy
poco elaborado. Un botellón político. Tal vez como el resto de la vida.
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