Ángel
González es uno de mis poetas favoritos. Leo y releo sus obras y me solazo en
ellas con un gusto que renuevo en cada lectura. En él abrevo y de él tomo
muchas sugerencias consciente o inconsciente de que lo hago. El libro “Palabra
sobre palabra”, recopilación de buena parte de su obra, es casi libro de
cabecera.
Creo que ya
conozco bastante bien sus claves y que llego con facilidad a la esencia de sus
composiciones y de su poesía en conjunto: ternura, ironía, nostalgia, ritmo
marcado sobre todo en los adjetivos, descensos significativos en sus guiones,
visión negativa de conjunto… Y tantas notas más, que dibujan un conjunto para
mí muy atractivo, aunque desigual.
Pero quiero
dejar constancia de una dificultad que, si bien es aplicable a cualquier
lectura, en este caso se acentúa un poco, precisamente por el conocimiento del
autor, de sus claves y de las lecturas y relecturas de sus obras. Cuando leo
poemas de Ángel González, yo ya sé cuál es el mensaje que me va a transmitir y
mis ojos y mi mente se dejan llevar y casi resbalar por lo ya conocido. La
lectura, entonces, se acelera y tengo la impresión de que necesito remansarme
más para gozar de las imágenes que en el poema se acumulan. Porque el poema
tengo que hacerlo mío -y que me perdone Ángel González- para penetrarlo y para
que termine siendo un pretexto para mi solaz, para mi contento o para mi
enfado.
Sirva un
ejemplo sencillísimo: “Cuando el músico guarda el violoncelo / en su negro
sarcófago, / el cadáver de Dios huele a resina”. Es un breve poema que incluye
el poeta en el apartado de Teoelegía y Moral. En solo tres versos, recoge una
acción física rutinaria en un músico después de una actuación. Aporta dos
metáforas de no difícil digestión: la funda del violoncelo convertida en
“sarcófago”, y el propio violoncelo transformado en “cadáver de Dios”. Como en
poemas anteriores el autor ha visitado el mundo de la música, ese cadáver de
Dios me lleva sin dificultad al momento de la interpretación y a la música
“divina” que produce el instrumento. La resina asociada al arco para tocar no presenta
demasiados secretos.
Vale,
enterado de todo. ¿Enterado de todo? De eso nada. Yo necesito tiempo para
imaginarme algo del concierto en el que ese violoncelo produce música celestial.
Y tengo que remansar mi voluntad y mis gustos en la armonía, en el intérprete,
en el lugar físico, en los asistentes, en lo que me sugiera la música que creo
estar oyendo, en el valor de esa música…
Necesito
tiempo real, del de reloj. O que se pare el tiempo y no cuenten las horas sino
solo la música.
Porque, para
este momento, el poema ya es mío y solo mío, se ha metido en mí mismo y yo le
he dado vida, desde mi gusto y desde mi imaginación. El texto es ya un pretexto
para que yo me explaye en mis sentidos y en mi propia conciencia.
De modo que
leo a Ángel González y se suman en mí los contrastes del gusto y de las prisas.
La lectura de
poesía necesita definitivamente un ritmo reposado y lento, lejos de las prisas
y de los ajetreos de cada día. Al menos la buena poesía: a la otra es mejor no
dedicarle tiempo.
Por eso y por
muchas cosas más me gusta decir que quiero comprar tiempo.
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