martes, 25 de agosto de 2015

A RITMO DE POESÍA


Ángel González es uno de mis poetas favoritos. Leo y releo sus obras y me solazo en ellas con un gusto que renuevo en cada lectura. En él abrevo y de él tomo muchas sugerencias consciente o inconsciente de que lo hago. El libro “Palabra sobre palabra”, recopilación de buena parte de su obra, es casi libro de cabecera.
Creo que ya conozco bastante bien sus claves y que llego con facilidad a la esencia de sus composiciones y de su poesía en conjunto: ternura, ironía, nostalgia, ritmo marcado sobre todo en los adjetivos, descensos significativos en sus guiones, visión negativa de conjunto… Y tantas notas más, que dibujan un conjunto para mí muy atractivo, aunque desigual.
Pero quiero dejar constancia de una dificultad que, si bien es aplicable a cualquier lectura, en este caso se acentúa un poco, precisamente por el conocimiento del autor, de sus claves y de las lecturas y relecturas de sus obras. Cuando leo poemas de Ángel González, yo ya sé cuál es el mensaje que me va a transmitir y mis ojos y mi mente se dejan llevar y casi resbalar por lo ya conocido. La lectura, entonces, se acelera y tengo la impresión de que necesito remansarme más para gozar de las imágenes que en el poema se acumulan. Porque el poema tengo que hacerlo mío -y que me perdone Ángel González- para penetrarlo y para que termine siendo un pretexto para mi solaz, para mi contento o para mi enfado.
Sirva un ejemplo sencillísimo: “Cuando el músico guarda el violoncelo / en su negro sarcófago, / el cadáver de Dios huele a resina”. Es un breve poema que incluye el poeta en el apartado de Teoelegía y Moral. En solo tres versos, recoge una acción física rutinaria en un músico después de una actuación. Aporta dos metáforas de no difícil digestión: la funda del violoncelo convertida en “sarcófago”, y el propio violoncelo transformado en “cadáver de Dios”. Como en poemas anteriores el autor ha visitado el mundo de la música, ese cadáver de Dios me lleva sin dificultad al momento de la interpretación y a la música “divina” que produce el instrumento. La resina asociada al arco para tocar no presenta demasiados secretos.
Vale, enterado de todo. ¿Enterado de todo? De eso nada. Yo necesito tiempo para imaginarme algo del concierto en el que ese violoncelo produce música celestial. Y tengo que remansar mi voluntad y mis gustos en la armonía, en el intérprete, en el lugar físico, en los asistentes, en lo que me sugiera la música que creo estar oyendo, en el valor de esa música…
Necesito tiempo real, del de reloj. O que se pare el tiempo y no cuenten las horas sino solo la música.
Porque, para este momento, el poema ya es mío y solo mío, se ha metido en mí mismo y yo le he dado vida, desde mi gusto y desde mi imaginación. El texto es ya un pretexto para que yo me explaye en mis sentidos y en mi propia conciencia.
De modo que leo a Ángel González y se suman en mí los contrastes del gusto y de las prisas.
La lectura de poesía necesita definitivamente un ritmo reposado y lento, lejos de las prisas y de los ajetreos de cada día. Al menos la buena poesía: a la otra es mejor no dedicarle tiempo.

Por eso y por muchas cosas más me gusta decir que quiero comprar tiempo. 

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