Me encuentro,
sin quererlo, haciendo relecturas de unas obras que en su día me enseñaron
mucho. Lo hago inconscientemente, pero descubro pronto que casi siempre
acierto. La buena obra -ya se ha dicho-
es la que pide una nueva lectura. Y -añado yo- aquella que se enseña nueva y
novedosa en cada nueva ocasión que se revisa.
A estas
alturas de la vida yo ya no sé muy bien si leo los libros o si los libros me
leen a mí. Porque un libro no es otra cosa que una huida a empujones de la
vida, una hartura del tono sin sustancia que marca el diapasón de cada día para
que otros sones se arranquen y se suban al coro y se profanen.
Porque a
ratos es bueno que uno se dé de baja de sí mismo, quiero decir de aquel que es
a la vista de todos los demás en el andar mostrenco de los días, y se deje
llevar por la conciencia que se va abriendo en las páginas del texto. El que
escribe, lo mismo que el que lee con ojos afilados, se va moldeando lento con
el desarrollo de la idea que el libro le ofrece. El asunto se ve mejor cuando
se crea que cuando se lee, pero la lectura también es creación y ninguna obra
es completa si no es con el añadido de los lectores, con esas connotaciones y
con esos hallazgos que el autor ni sabe que sabía ni ha de saberlo nunca. La
creación es siempre un buen proceso en marcha, un grado de atención que te
moldea todo, que cuaja en tu visión y en tus costumbres, que nunca te permite
quedarte indiferente, que te invita a impacientarte y a revisarte en cada hoja,
a cambiarte, si sudas, de camisa, y a no perder el tono ni la musculatura. Uno
lee en compañía de cualquier creador y lo ve trabajando, esforzándose o dejándose
llevar por la corriente de lo que el relato le va solicitando. Y, con
frecuencia, uno le riñe o le aplaude, le cambia la visión, le aconseja que
anule cualquier cosa o que se demore y le dé más partido a aquel otro personaje
que te agrada. A veces, hasta se entra en diálogo de corrección formal, y se
discute acaloradamente, y se señalan fallos, y se aplauden hallazgos, y se descansa juntos y se suda a la vez. Al
final del proceso, uno ha perdido la cuenta de casi todo y nota que es más
cierto que la creación y la lectura ponen como unos hitos para que el camino no
se pierda y terminan por señalar un sendero en el que va la vida a trompicones,
pero con un eje y unas coordenadas que te mantienen erguido mirando al
horizonte. Nadie sabe si viendo las estrellas o dibujando luces en las sombras.
Una buena página
(leída o escrita: poco importa) te limpia de ti mismo, te pone ante el espejo
de la vida, te confiesa en silencio, te destruye o te calma, te empuja hacia
otra vida diferente, te cura y te dispone a otra sustancia, te cambia de nivel…
Las obras que
me leen, que me retratan siempre, que me dicen en alto lo que soy y aquello
que, si quiero, puedo llegar a ser. A mí ya, lo confieso, me han leído mucho,
las obras que he leído y las páginas que he escrito. Tengo rota la piel de ese
desgaste, ya no me queda sitio para el pudor ni para esconderme de nada. Es “cuanto
sé de mí”.
De momento,
porque la obra sigue en marcha.
Y es día de
aniversario, de ruptura del ritmo de la vida para sentirse en muerte, esa
muerte que solo se vive en la vida pues en la muerte nada se puede vivir. Que
la vida se viva también en el recuerdo. Dieciocho años ya. Con mayoría de edad
y el tiempo que no es tiempo ya en la muerte. Tampoco en el recuerdo si
persiste.
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