Hoy vuelvo a
esta ventana con la constancia exacta y repetida de la nostalgia a cuestas. Sé
lo que me va a suceder cada vez que se repiten los hechos y no sé cómo
remediarlo. Y tal vez es que no tengo ningún interés en aliviarme.
Han estado
con nosotros mis hijos. ¡Y han estado mis nietos! Y yo he sido feliz en estos
días como se es realmente feliz, con esa sensación a flor de piel de que nada
debería cambiar, de que todo está bien como está, de que el mundo, ahora,
realmente, está bien hecho, con esa placidez de las horas sin fronteras y con
la seguridad de que uno lo ve, lo vive y lo goza como no se puede gozar de otra
manera. Rubén ya ha descubierto que el espacio es para conquistarlo y me ha
obligado a acompañarlo de la manita (ya solo de una mano pues se siente con
fuerzas suficientes para no darme la otra) por todos los pasillos de la casa.
Pronto descubrirá solo las esquinas y las habitaciones con sus pasitos tiernos,
pero ahora todavía me
pide que lo
lleve de la mano, de su manita endeble y asustada. Cuando se la ofrezco, él se
siente seguro y hasta ríe alocado y descuidado, dando pasos sin cuento por un
sitio y por otro, descubriéndose por primera vez en los espejos y dando vueltas
sin fin sobre sí mismo. Sara, entretanto, nos mira y se sonríe, ella que es ya
una moza con sus seis años hermosos y esa cara de rosa a la que encienden sus
ojos tan brillantes. Tengo la sensación de que ella también quiere que le dé la
mano, como se la di cuando echó a andar, también en estos pasillos de mi casa. Juntos
hemos reído y hemos andado por túneles y senderos, en busca de árboles
centenarios, hemos hecho aguadillas seguidas en la piscina grande y en la
chica, hemos contado cuentos en la noche y hemos jugado siempre a cualquier
cosa.
Y yo los he
mirado tantas veces sin que ellos lo notaran… Yo, sencillamente, soy muy feliz
con mi familia y con los míos. No aspiro a nada más ni a nada menos. Y bien
podría morirme sin tristeza si no fuera porque en ese momento prescindiré de
ellos, que son todo lo que atesoro y quiero.
Por eso me
derrumbo cuando me dejan solo y se van a sus casas. Y hoy ando un poco
deshabitado y triste, como desmadejado y sin tono. Se lo decía a mi esposa esta
mañana: No es bueno encariñarse demasiado con nada porque, cuando falta, el
desalojo y la añoranza se vuelven más densas y difíciles. Pero, ¿no voy a poder
hacer esto con mis nietos y con mis hijos? Si este es el precio, a pagar al
contado y a consumir, que pronto habrá que volver a comprar.
Y eso que los
tengo a tiro de piedra, con coche de por medio. No tengo perdón. Ni nadie tiene
la obligación de aguantarme en mis desahogos. Pero es que son los míos, y yo
los quiero mucho. Y no tengo por qué razonar nada. Tengo derecho a decirlo y
basta. Pues eso.
2 comentarios:
Buenas noches, profesor Gutiérrez Turrión:
Qué sentimientos maravillosos, los abuelos, cuando tenemos a los nietos a nuestro lado, o pensamos, o hablamos de ellos.
Es que en algún momento no están en nuestra cabeza, con nosotros?
Abrazos
Qué verdad tan verdadera.
Antonio
Publicar un comentario