RELOJ, NO MARQUES LAS HORAS
¿Cuándo tendría yo mi primer reloj?
Escarbo en mi memoria, llamo en mi ayuda a los recuerdos y no hay ninguna
imagen primigenia en la que salga con un reloj en mi muñeca.
En los años de mi infancia, no
necesitaba un reloj particular. Para medir el tiempo ya teníamos el reloj de la
torre de la iglesia, que tampoco importaba mucho si se quedaba quieto y no
sonaba. Su sustituto era una conciencia diluida en el paso de la luz y en la
llegada de la noche. Por la mañana, la luz empujaba a levantarse para ir a la
escuela; por la tarde, su retirada nos animaba a volver a casa después de haber
pateado bien la calle. Qué más daba que fueran las ocho que las nueve: eran el
día y la noche, y su repetición inevitable. Como, además, no había conciencia
preocupada de conseguir nada, las horas se hacían largas o cortas según el
contento o el disgusto de cada momento.
Después fueron las horas y los días
de colegio. En aquel internado, todo estaba reglado, pero los horarios no
dependían de nadie, tan solo de las necesidades colectivas. Las preocupaciones
tampoco eran personales, pues también estaban pautadas en unos valores que no
se discutían ni se razonaban, tan solo se obedecían.
Como paisaje nebuloso que todo lo
envolvía, la escasez y hasta la necesidad, la falta de dinero para nada que no
fuera esencial.
¿Tal vez por los quince años, ya
lejos de los claustros y pasillos? Juro que no lo sé. Mi conciencia no da para
esas precisiones. Mi primer trabajo me exigió puntualidad en la llegada.
Alguien me tuvo que poner en la muñeca un medidor de tiempo. Solo para medir el
momento de llegada, pues, durante la jornada, ya había quien se encargaba de
medir con precisión las horas y hasta los minutos. El trabajo, en un proceso
que se parecía al trabajo en cadena, obligaba a estar atentos y a no perder
comba con lo que marcaba el reloj común.
Aquello duró lo que duró; no
demasiado: entre dos y tres años. Un operario más en medio de aquel tráfago
textil haciendo trajes.
Después, vuelta a las aulas, ya
para siempre, con horarios marcados por los timbres de entrada y de salida, y
esa despreocupación horaria en tiempos de vacaciones.
Cuando llegó la fecha de mi
jubilación, prometí desprenderme del reloj, como deseo de medir el tiempo de
otra manera, sin imposiciones ni ataduras. Cumplí la promesa, pero de una
manera un poco falsa, pues el tiempo lo marca mi bolsillo, donde tiene su sitio
esa herramienta hoy imprescindible que se llama móvil.
Mi mesilla guarda unos cuantos
ejemplares de reloj. O eso supongo, porque es su sitio de reposo. Hoy, por
casualidad, he descubierto, en otro cajón de mi habitación de trabajo, un reloj
que alguien me regaló ya en época de jubilación. Tiene marcas de todo tipo,
parece que cumple todas las funciones, su aspecto es estupendo, su valor creo
que era alto… como para lucirlo en la muñeca. ¡Pero no tiene pilas! Y no sé si
no estará oxidado.
El tiempo soy yo mismo y no me
apetece que me lo marque una maquinita posada en la muñeca. Alguien dijo que
«el tiempo es una línea punteada de horas». Prefiero que las horas me las
marque mi conciencia, en un tictac continuo que me anuncia cómo se abre a la
vida el horizonte cada mañana y cómo se despide cada tarde.
1 comentario:
No le pongas pilas al reloj, solo deseo que el ritmo de tu vida lo marque la deseada compañía de Nena, la sonrisa de tus nietos cuando te ven, y el encuentro con la naturaleza y los amigos que te acompañen, el único tiempo es la vida.
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