LA EDUCACIÓN Y LOS PIJOS
Ni halagar demasiado a los jóvenes ni despreciarlos en
exceso: ambas son dos muestras de vejez. Arranco con tal sentencia porque me
sirve de base para la idea que hoy quiero exponer. Tal vez debería haber
partido de la anécdota, pero poco importa.
Resulta que, en un colegio mayor de los madriles,
adscrito a la Complutense, un numeroso atajo de muchachos pijos (la estancia en
el mismo cuesta un ojo de la cara) se ha desayunado con un despelote de
exabruptos e insultos machistas a otro grupo de chicas. Nada nuevo: el asunto
se repite por estas fechas en muchos otros lugares que rondan el contexto
universitario.
Que los hechos no tienen un pase y deben ser
condenados es algo que no ofrece dudas.
Hay al menos dos consideraciones que van más allá de
los hechos y que son los que elevan la desagradable anécdota hasta el nivel de
categoría. Y a mí, con perdón, es lo que más me preocupa.
La primera de ellas me anima a considerar qué tipo de
gente es el que comete tales tropelías. De estos polvos vendrán los futuros
lodos y a más de uno de estos arrogantes pijos (el dinero aguanta matrículas y
el que aguanta gana y termina con el título en la mano) se le verá en puestos
de esos que llaman de responsabilidad social, dictando leyes, impartiendo
justicia, seleccionando personal o decidiendo por otros muchos y modelando su
actividad vital. Y lo pagaremos todos, pero sobre todo los de menos poder
adquisitivo; también los que tienen que labrarse un porvenir a base de esfuerzo
personal, de becas y de trabajo añadido.
La segunda creo que aún tiene mayor alcance. Se tiende
a asociar ciertas actividades a edades distintas, y son de uso continuo frases
como estas: «Son jóvenes, hay que entenderlos». «Ya se les pasará con el
tiempo». Y así toda una ristra de tópicos más. No niego la importancia que la
biología posee en el desarrollo vital de cada uno de nosotros, pero me opongo
radicalmente a ceder todo a ese impulso. Si así fuera, tendríamos que dejar a
los niños que hicieran lo que su impulso les pida, por ejemplo. Y no lo
hacemos, ni debemos hacerlo. Pues creo que lo que sirve para los niños lo
podemos aplicar a los jóvenes, a los adultos, a los maduros y a los ancianos… A
todo el mundo. La educación (ex + ducere,
conducir fuera de, sacar del camino, buscar el camino adecuado, reconducir…) no
nos invita a dar el placet a todo,
sino a negar aquello que, desde una concepción racional, comporta perjuicios
para el que realiza esos hechos. Si así fuera, tendría que ser, precisamente en
la edad juvenil, cuando más cuidado deberíamos poner en regular y hasta
prohibir estas acciones; que ya habrá tiempos en las que esto resulte más
sencillo. Esta sería, creo, una concepción de la educación distinta a aquella
basada en un sencillo laisser faire, laisser
passer, que tan bien le viene a este atajo de privilegiados. En la educación,
hay que dejar que se desarrollen todas las potencialidades que lleva en sí la
persona, pero esto poco o nada tiene que ver con la necesidad de regular los
impulsos más elementales, que nos conducen hasta el nivel ínfimo de los brutos
y animales.
Por desgracia, toda esta serie de ‘novatadas’ se
repite cada principio de curso en demasiados lugares próximos al ámbito
universitario. Ya se sabe, «son jóvenes, son así, no pasa nada».
Como respondo cuando se me acerca un perro y el dueño
me dice «no tengas miedo, no hace nada». No hace nada hasta que hace.
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