MADRID, CON OTRO CRISTAL MÁS
TRANSPARENTE
Se describen tres tipos de entonaciones
fundamentalmente en nuestra lengua: la enunciativa, la exclamativa y la
interrogativa. La primera de ellas sirve de molde para los estados de ánimo más
calmados, más asertivos, más de cada día. La segunda y la tercera nos sitúan en
estados de ánimo alterados, bien porque descubrimos algo inesperado que nos
causa sensación, o porque deseamos conocer una cosa nueva, o, en tantísimos
casos (preguntas retóricas), confirmar lo que pensamos.
No me importaría trasladarles esta sencillísima
consideración a bastantes locutores de televisión. Incluso estaría dispuesto a
acercarme a Madrid para glosárselas y, a la vez, pedir que los manden a sus
casas a aprender a entonar.
El caso es que el pasado fin de semana hice paréntesis
en el tiempo y me marché a la capital, pero no a esta ocupación, sino a pasar
el fin de semana con mi familia, con mi hermana, mi cuñado y mi sobrino. Y,
cuando voy a Madrid, la entonación se pone en grado exclamativo. Y de poco
sirve que uno tenga ya andados muchos caminos: siempre la urbe está dispuesta a
abrir sus carnes y a enseñarme nuevas fronteras y novedades varias.
Hubo teatro, concierto, visitas a las calles donde
todo se pone a compraventa, o sea al Rastro, compras y charla de amistad en
Rivas con José Luis Morante, paseos, risas y lluvia… De todo en la gran urbe.
Siempre emerge del fondo, para brillar con fuerza, el valor de la amistad y el
amor familiar que nos cobija. A pesar de la gloria de todos los artistas
(maravillosos todos en sus obras) y todos los programas. Lola Herrera y las
otras actrices en teatro, Dorantes y sus manos prodigiosas al piano, con sabor a
flamenco y un trasfondo de Albéniz y Granados (Teatros del Canal), y cualquiera
otra cosa que se sueñe. Lo digo y lo proclamo con tono exclamativo: por encima
de todo, el calor familiar y el tono de amistad de los amigos.
No me gustan las urbes ni me agradan las
aglomeraciones. Y Madrid, en su centro y en muchos de sus barrios, acoge a
medio mundo. Por eso mis visitas se limitan a un período de tiempo reducido.
Sé, sin embargo, que a todo se acostumbra el ser humano; pero no me imagino sin
gozar a cada instante del privilegio que me ofrece la vista sin fronteras de la
naturaleza.
No obstante, hay formas diversas y cristales que
cambian la mirada para cambiar también el fondo de verdad y de mentira. Y esta
vez he pillado el lado bueno. Tantos miles de gentes por las calles, edificios
gigantes y avenidas enormes con ruidos y pandemia de automóviles, personas tan
diversas y distintas, tristezas y alegrías de la mano, canales creativos por
todas las esquinas, lujos casi ofensivos y pobrezas dentro de los cartones,
salud y enfermedades, hasta ovejas cruzando pensativas por medio de la Plaza
Mayor a mediodía… Y, a pesar de la angustia de todos los pesares, se siguen
aguantando y siguen conviviendo con un cierto nivel de asentimiento, respetando
unos mínimos que logran que el paisaje se vuelva sereno y habitable. Infinitas
y raras circunstancias y todas con cabida entre los límites de esa urbe
gigante, rompeolas de todas las Españas.
Quizás, después de todo, tengamos que reír y estar
alegres. Y eso que no brilló la luz de otoño, de ese otoño tan claro en el
cielo madrileño, que mira en la distancia a la montaña del alto Guadarrama.
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