viernes, 24 de noviembre de 2023

ACERAS

 ACERAS

Uno tiene la seguridad de que el otoño ya campa a sus anchas cuando ha pasado un episodio de lluvias, el cielo se ha serenado, las hojas han buscado el suelo y los mosquitos han desaparecido como por ensalmo. Entonces los días se contagian, se engarañan y se hacen más pequeños, la luz llega más tarde y se va antes, las gentes sacan sus ropas a pasear y descubren muchas veces que hay prendas que ya no ajustan con su talla.

Al ciudadano que goza de tiempo libre le corresponde adecuar el horario de paseo y ajustarlo a las escasas horas de sol. En la ciudad estrecha, en otoño luce un sol nítido y celestial, como si quisiera escudriñar los últimos secretos de la tierra. Cuando tal ocurre, un paseíto tranquilo cerca del río o por el parque de la Corredera resulta casi laudánico.

Pero el asunto tiene una pega que no es fácil de salvar. Las aceras que reciben el sol se llenan de gentes para las que parece que se ha detenido el tiempo. O que se ha estirado hasta no contemplar límites de ningún tipo. Así, unas mujeres ocupan toda la acera mientras arreglan el mundo, que, en muchas ocasiones, se reduce al lamento por lo caro que está todo y por lo que tardan en cocer los garbanzos. O unos hombres señalan lo raro que anda todo en la liga de fútbol o la identidad del nombre que aparece en la esquela mortuoria. A mí me gusta llegar hasta esos corrillos y detenerme como quien está esperando a ver si se dan cuenta de la imposibilidad de pasar adelante. A veces pasan muchos segundos sin que yo me mueva ni abra la boca. Hasta me entero de vez en cuando de algunos trapos sucios que poco o nada me interesan. Por fin, alguna de las personas que parecen detenidas a tomar el sol y que han pegado la hebra sin darse cuenta de que por ese lugar tal vez tengan que pasar más personas a lo largo de toda la mañana, me espeta con cara de sorpresa un «ay, perdone, pase, pase».

Entonces, me quedan ganas de darles las gracias y de rogarles que sigan a lo suyo, que no hay otra cosa más importante en lo que matar el tiempo (tal vez para que no nos demos cuenta de que, en realidad, es el tiempo el que nos mata a nosotros). Pero casi siempre me callo y sigo mi camino rumiando lo importante que sería que cada ser humano repitiera como diez o quince veces cada mañana la siguiente letanía: «somos ocho mil millones, somos ocho mil millones…». Tengo para mí, iluso como soy, que nos haríamos algo más reflexivos, más educados y hasta más respetuosos. Y tal vez nos libraríamos de esos corrillos en medio de las aceras, que impiden el paso, ponen a la gente de mal humor y muestran que poco nos importa el ritmo de vida de los demás, pues pensamos que seguramente tienen todos la misma velocidad que nosotros mismos.

Lo malo es que todo esto lo podemos empeorar si a los pocos pasos vemos venir a alguien de frente, cabizbajo, mirando el teléfono, en línea recta, sin horizonte para su vista y que se topará, con toda seguridad, cual ciego contra poste, sin que eso lo altere ni le aparte de su ocupación de seguir mirando el móvil, incluso cuando tiene que pasar de acera. Porque ya se sabe que, cuando el tonto coge la linde, la linde se acaba, pero el tonto sigue.

Habrá que pensar en añadir otro carril, como el carril bici, para dialogantes eternamente inmóviles y para cegatos con móviles, que son casi todos. O echarse al monte, que ahora es una paleta de colores ocres y de árboles que se desnudan impúdicamente y se consagran al frío.

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