ACERAS
Uno tiene la seguridad de que el otoño ya campa a sus anchas
cuando ha pasado un episodio de lluvias, el cielo se ha serenado, las hojas han
buscado el suelo y los mosquitos han desaparecido como por ensalmo. Entonces
los días se contagian, se engarañan y se hacen más pequeños, la luz llega más
tarde y se va antes, las gentes sacan sus ropas a pasear y descubren muchas
veces que hay prendas que ya no ajustan con su talla.
Al ciudadano que goza de tiempo libre le corresponde adecuar el
horario de paseo y ajustarlo a las escasas horas de sol. En la ciudad estrecha,
en otoño luce un sol nítido y celestial, como si quisiera escudriñar los
últimos secretos de la tierra. Cuando tal ocurre, un paseíto tranquilo cerca
del río o por el parque de la Corredera resulta casi laudánico.
Pero el asunto tiene una pega que no es fácil de salvar. Las
aceras que reciben el sol se llenan de gentes para las que parece que se ha
detenido el tiempo. O que se ha estirado hasta no contemplar límites de ningún
tipo. Así, unas mujeres ocupan toda la acera mientras arreglan el mundo, que,
en muchas ocasiones, se reduce al lamento por lo caro que está todo y por lo
que tardan en cocer los garbanzos. O unos hombres señalan lo raro que anda todo
en la liga de fútbol o la identidad del nombre que aparece en la esquela mortuoria.
A mí me gusta llegar hasta esos corrillos y detenerme como quien está esperando
a ver si se dan cuenta de la imposibilidad de pasar adelante. A veces pasan
muchos segundos sin que yo me mueva ni abra la boca. Hasta me entero de vez en
cuando de algunos trapos sucios que poco o nada me interesan. Por fin, alguna de
las personas que parecen detenidas a tomar el sol y que han pegado la hebra sin
darse cuenta de que por ese lugar tal vez tengan que pasar más personas a lo
largo de toda la mañana, me espeta con cara de sorpresa un «ay, perdone, pase,
pase».
Entonces, me quedan ganas de darles las gracias y de rogarles
que sigan a lo suyo, que no hay otra cosa más importante en lo que matar el
tiempo (tal vez para que no nos demos cuenta de que, en realidad, es el tiempo
el que nos mata a nosotros). Pero casi siempre me callo y sigo mi camino rumiando
lo importante que sería que cada ser humano repitiera como diez o quince veces
cada mañana la siguiente letanía: «somos ocho mil millones, somos ocho mil
millones…». Tengo para mí, iluso como soy, que nos haríamos algo más reflexivos,
más educados y hasta más respetuosos. Y tal vez nos libraríamos de esos
corrillos en medio de las aceras, que impiden el paso, ponen a la gente de mal
humor y muestran que poco nos importa el ritmo de vida de los demás, pues
pensamos que seguramente tienen todos la misma velocidad que nosotros mismos.
Lo malo es que todo esto lo podemos empeorar si a los pocos
pasos vemos venir a alguien de frente, cabizbajo, mirando el teléfono, en línea
recta, sin horizonte para su vista y que se topará, con toda seguridad, cual
ciego contra poste, sin que eso lo altere ni le aparte de su ocupación de seguir
mirando el móvil, incluso cuando tiene que pasar de acera. Porque ya se sabe
que, cuando el tonto coge la linde, la linde se acaba, pero el tonto sigue.
Habrá que pensar en añadir otro carril, como el carril bici, para
dialogantes eternamente inmóviles y para cegatos con móviles, que son casi
todos. O echarse al monte, que ahora es una paleta de colores ocres y de árboles
que se desnudan impúdicamente y se consagran al frío.
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