Una de las señas de identidad de las generaciones es el tipo de
música que escucha, que canta y que deja descansar en la habitación de su
memoria. Primero se deja envolver en sus sonidos, en sus letras y en la escala
de valores que quiere representar; más tarde va notando cómo otras formas se
van colando de contrabando y ya no se siente tocado por las mismas: es como si
aquello no llamara su atención y no le concerniera; cualquier otro día o año
certifica que aquello que “se lleva” y está de moda no es algo con lo que ella
se pueda entender, pues se siente lejana y extraña. Lo que digo: las modas
musicales forman pare de las identidades de los grupos, si es que estos tienen
alguna.
Hace pocos días veía un documental televisivo dedicado al grupo
musical Jarcha, un conjunto de música de raíz popular muy conocido en los años
setenta y ochenta. Mis recuerdos se actualizaron inmediatamente, pues, por
aquellas fechas, yo mismo formaba parte de un grupo de características
parecidas. Era el grupo Oro Viejo. Una imagen imborrable de todo aquel tiempo es
la del recital en la fachada de la Universidad de Salamanca, en unas noches
veraniegas de Cursos Internacionales, en las que actuamos en tres días
consecutivos Nuevo Mester de Juglaría, Jarcha y Oro Viejo. Marco incomparable.
Sensaciones deliciosas e irrepetibles. Por entonces, otros escenarios y
recitales varios. Todo un compendio de buenas sensaciones y de estampas de un
álbum de arco iris.
Uno de los componentes de Jarcha confesaba en el documental -no
sé si con pesar o simplemente con resignación- que no reconocía en la música actual
prácticamente nada de su legado. Asentí para mí mismo y aquella afirmación me
dejó un mal regusto y una espina en mi conciencia y en mi pensamiento.
Tal vez sea una nostalgia mal entendida y un producto solamente
de la edad, que ya declina y abarca más el pasado que el presente. Tal vez.
Es evidente que siguen existiendo grupos que analizan, rebuscan
y mantienen esa música de raíz más popular e inmediata; pero no es menos cierto
que casi ningún grupo recoge el reconocimiento de la comunidad en forma de éxito
y los medios de comunicación generales no les prestan atención: tienen que ser
los medios públicos regionales los que les hagan algo de hueco y se asomen a
ellos como si de un anticuario se tratara. A los medios comerciales no les sale
a cuenta y eso es todo. Resulta más sencillo dejarse llevar por todo lo que procede
del imperio y de la lengua inglesa. A todo ello se suma el desarrollo
inevitable de los formatos en los que se envuelve y se presenta toda la nueva
música: escenarios, vatios de potencia, bailes, luces…, envoltorios y parafernalias
varias en las que las melodías, las letras y los mensajes han perdido lugar en
la escala de valores. Ahora todo es mucho más representación, alarde,
geometrías, destellos luminosos, olvido del pensamiento y del reposo…
A los tiempos de los cantautores le siguió aquello que se llamó
y se sigue llamando la “Movida madrileña”, que fue sobre todo madrileña, no
nacional, y la explosión -después de la larga noche de la dictadura- de dos
grupos de gentes: los pijos sin problemas de vida y muchos de los peor tratados
por la vida, que hallaron una engañosa salida en las drogas y en el alcohol.
Menos humos, por tanto, para esta etapa.
Y ya siempre la imitación papanatas de todo lo que llega de
fuera, como expresión de un complejo de inferioridad que este país parece llevar
en la sangre desde el principio de los tiempos. Y ahí andamos, en el Hollywood
de todo y de todos.
Ya se ve que mi visión es bastante pesimista al respecto. Sobre
todo, porque creo que ese victimismo lo aplicamos no solo a la música sino a
todos los demás campos de la vida y de la cultura.
No se trata, claro, de pasarse el día mirándose el ombligo; pero
mucho menos de aceptar que lo que producimos nosotros es por sistema peor que
lo que nos enseñan los demás. Por ejemplificarlo, entre una buena jota
castellana o un fandango de la serranía de Huelva, y una canción de las tierras
de Oklahoma, me quedo de entrada con lo mío, con lo más próximo, con lo que me
atañe y me hiere la sangre y la conciencia. Y lo mismo entre una canción de los
Rolling y la de un buen cantautor de nuestros pagos, que los hay, y muy buenos.
En fin, como siempre: no se trata de negar la evolución, pero
tampoco de vivir en el papanatismo y en la conciencia de la inferioridad. Coño.
Voy a volver a escuchar un disco entero de Jarcha, que me
apetece.
A ver quién puede mejorarme la letra de este fandango de Huelva:
«Yo sembré en una maceta
la semilla del engaño;
con lágrimas la regué
y la flor salió llorando.
Tuvo la culpa el querer».
Por favor, todo el imperio musical que pida hora y espere turno.
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