María no llegó aquel día con demasiados ánimos del trabajo. Había terminado sus vacaciones, tal vez sufría una cosa que llamaban en público trauma postvacacional, aunque a ella le parecía que quienes realmente sienten ese síntoma -tal vez sin el post- son los que o no han tenido ninguna posibilidad de disfrutarlas o han tenido todas las del mundo pues no tienen trabajo y sí eternas vacaciones.
El telediario volvió machacón a lanzar proclamas en forma de aparentes noticias acerca de la bolsa, de la prima de riesgo y de toda su parentela y, como cada día, unos señores con caras de saberlo todo pero de no enterarse de nada peroraban acerca de las necesidades de rebajar salarios para hacer aumentar la productividad.
A María este sonsonete le sonaba a disco rayado pues su sueldo no daba para casi nada y no entendía que la solución estuviera por esos mundos. Sobre todo cuando aquellas personas que lo pregonaban eran del grupo que no eran precisamente moderados a la hora de ponerse cifras en sus nóminas.
El caso es que aquel día, sin saber muy bien por qué, no pegó el ojo en la siesta y se pasó el rato mirando al techo y dándole vueltas al asunto.
Pensaba María en lo que había oído tantas veces y, a primera vista, le parecía que encajaba: menores salarios tienen que dar un producto menos costoso y de más fácil venta. Claro, pensaba, si se tira de la cuerda, lo mejor es trabajar gratis y así el producto será baratísimo y absolutamente competitivo. Lo malo, pensó, es que, el producto necesita un comprador, y ese comprador necesita dinero para poder comprarlo y, o se lo vendemos solo al productor del mismo, o se lo tenemos que colocar en la cesta de la compra del trabajador.
Y entonces empezaron a dejar de salirle las cuentas. Si el trabajador no cobraba un buen salario, difícilmente podría comprar los productos, y si estos no se podían comprar, no se entiende para qué se necesitaban producir, ni a coste elevado ni no elevado.
María había oído hablar de la necesidad de ser más competitivos y productivos para así poder vender mejor que los demás el producto. Y tampoco lo entendió. Pensaba María mientras miraba al techo algo así como esto: “Pero si mi fábrica produce a precios menores, venderá más, pero yo no podré comprar pues ganaré menos que los trabajadores de otras fábricas”.
Habrá que extender esa competitividad a todas las fábricas existentes, pensó enseguida, en una repetición de lo que también había oído con mucha frecuencia. Todo el mundo tendrá que ser más competitivo y, para ello, rebajar los salarios.
Pero entonces se perdió aún más: “Sí todas las fábricas bajan los salarios para ser más competitivas, ¿qué va a suceder con todos los compradores? Ahora serán todos los que no podrán comprar pues ahora son más bajos los salarios de todos ellos”.
Y empezó a pensar si no sería más productivo -también en este sistema que tan poco le convencía a María- aumentar los salarios y abrir las posibilidades de compra entre todos los productores, rebajando las desigualdades salariales y haciendo aparecer una sociedad en la que el ser humano contara más que las cuentas de resultados de unos pocos y que el empobrecimiento de la mayoría de la comunidad.
María trabajaba en una pequeña factoría y bien sabía que toda su producción tenía destino en el consumo interno y que nunca podría aspirar a la posición de las grandes compañías que imponían los salarios y las disposiciones en las comunidades y países que mejor les convenían.
Aquel rato de pijama y orinal le había salido a María poco productivo pues no había podido conciliar el sueño, los pensamientos le habían dejado un mal regusto y se había levantado con la certeza de engordar un sistema manifiestamente mejorable.
No, no había sido su mejor siesta, las había dormido mejores. Eso sí, se levantó con la intención de indagar un poco más en los libros y, sobre todo, en el sentido común y en la desgracia del egoísmo que todo lo impregnaba de lodo y de miseria. Vete a saber qué hizo aquella tarde.
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