La
aventura especial de la escritura siempre lleva por caminos extraños y
desconocidos, llenos de sorpresas y de resultados inesperados. Escribir implica
siempre inventar y después seleccionar, dejar por el camino un lastre demasiado
grande, aunque resulte invisible para todos menos para el creador. Porque la
elección exige precisamente eso: inventar y olvidar, tomar y tirar, mirar y
volver la vista hacia otro lado que resulte más atractivo. Y en ese ejercicio
interminable siempre queda la conciencia de que esa elección pudo haber sido
otra muy distinta, acaso más exacta y más brillante, tal vez más atractiva para
el receptor de lo que se ha elegido y se presenta ante el propio creador y ante
el que recibe el producto ya elaborado. En fin, es el dolor y el placer de la
escritura, el embarazo y el parto inevitables, el devaneo y el acto milagrosos.
Hoy
pensaba en una parte de esa presentación, en el traje real del emperador, en la
vestimenta, en el disfraz visible de esa escritura, en la distribución de tinta
y de espacios, en las pausas y ritmos de grafías, en tipografías y otros
abalorios imprescindibles.
Hay
muchas posibilidades en la presentación gráfica de los contenidos. No estoy muy
seguro de que el lector medio se fije demasiado en estas cosas; más bien lo
imagino dejándose llevar por la riada de los acontecimientos y por lo que
representan paisajes y personajes. Parece una equivocación evidente y una
renuncia a la degustación más lenta y exquisita de lo que se nos pone encima de
la mesa.
Se
han ensayado múltiples posibilidades de representación gráfica y tal vez todas
sean buenas; pero lo que se afirma es que el resultado de la elección de una de
ellas y el rechazo de las otras posibilidades recrea un producto distinto en
cada caso, y elegir uno u otro implica un estilo diferente y una oferta artística
peculiar. ¿Qué otra cosa puede ser el arte si no es la elección que se hace de los
elementos y la distribución que se ensaya con su mezcla?
He
leído hace unos días la novela de Arturo Pérez Reverte “El tango de la guardia
vieja”. No entro en otras consideraciones. Me llama la atención, como rasgo de estilo,
la manera en que mezcla los diálogos cortados y breves con el avance de la
narración. Pero sobre todo la forma en que corta y separa las oraciones,
incluso en sus elementos. Por ejemplo, la separación gráfica -incluso con
punto- de complementos equivalentes que pertenecen a la misma oración. Así, por
ejemplo: “Después de la guerra tuve una época buena -prosigue-. Todo eran
negocios, reconstrucción, nuevas posibilidades. Pero fue un espejismo. Salía a
escena otro tipo de gente. Otra clase de canallas. No mejores sino más burdos.
Hasta se volvió rentable ser grosero…” Pg. 414. En otros casos incluso ordena
oraciones separadas solo con adjetivos equivalentes y con la misma función sintáctica que, lógicamente,
pertenecen al mismo sintagma.
Es
solo una muestra mínima de algo que jalona todo el libro.
Mostrar
una realidad con traje flamenco o con traje de lagarterana no da la misma
impresión y hasta termina cambiando la sensación y hasta la realidad misma.
¿Por
dónde andará la concentración y la percepción de cada uno cuando se abre el
libro y se nos ofrece ese diálogo mudo con sus páginas?
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