En
este remolino incontrolable, con imagen de caos y de impaciencia, hay sonidos
distintos y precisos, susurros que contagian la vibración y el ansia a toda piel. Son muchos pero acaso
pocos como los de los libros.
Empieza
su sonido en el abismo oscuro del silencio, antes de que la mano del autor se
atreva a darles vida, a preparar el torno de alfarero y a recoger el eco en
algo articulado y armonioso. Es en ese trayecto luminoso donde se da el milagro
de la creación, del encuentro feliz con la palabra, de la aparición alegre de
la vida, del parto con dolor o de costado, de la cesárea o del parto en
decúbito supino. Pero es el parto al fin. En él se mezclan todos los sonidos
con todos los silencios anteriores, el diálogo a cara descubierta entre la nada
y el escritor, la lucha sin complejos para parir un nuevo ser, el sudor del
embarazo y la sangre continuada de lo que se resiste o se ofrece en sacrificio
para sentirse ser y darse en vida y en sonido, en palabra sin más. Qué tiempo
tan feliz y solitario, qué diálogo fecundo, qué soledad sonora la del libro.
Después
llegan los ecos por el aire, la noticia se siente y se divulga, se conocen a
voces las risas o los lloros del neonato, se da noticia a todos de que otro ser
existe. A veces se vocea en el mercado, con técnicas al uso; otras veces la voz
se desparrama y va de boca en boca, consecuencia inmediata de los diálogos
previos de lector y de obra; y lo que era silencio se hace eco, y después es
murmullo, voz y grito, proclamación solemne, clamor y hasta alboroto. El
diálogo se hace fecundo y variado, toma diversos tonos, se entiende con algunos
y se enfada con otros, responde a los silencios que le esperan e intercambia
con ellos sus sonidos. Las lecturas son siempre diferentes, incluso si se trata
del mismo lector en diferentes días y momentos; es como si un congreso se resolviera
en traducciones múltiples. El libro siempre dice de forma diferente pues
responde al lector en su conciencia. Esa oquedad primera, cuando el libro todo
era nada y la nada era todo, es ahora variedad, es certeza confusa y confusión
certera, polisemia expresiva.
Y
el libro sigue hablando, dialogando, cuando el dedo pasa a la última página y
parece que echamos cierre al texto. Es simulacro falso y engañoso: el libro
sigue conversando y musitando, ronroneando siempre en la conciencia, en el poso
que deja en los adentros, en la suma de imágenes que van al pozo inmenso del
recuerdo, en los principios que se quedan prendidos en cualquier otra escala de
valores a la que el libro empuja, al
ánimo que crea de seguir la lectura en otros libros, en los esquemas que inventa
en los diálogos, en aquellas imágenes que van formando un álbum duradero.
Sus
sonidos regresan cuando quieren a recordarnos algo o a reñirnos por no se sabe
qué; también a sonreír con nuestras risas y a compartir deseos y nostalgias.
Son para siempre amigos silenciosos, dispuestos para el pan y para el habla,
para ganar la paz, la soledad, la amistad que nos gusta y la iluminación real
de la existencia.
Miro
hacia mis adentros y me hablan muchos sonidos claros y precisos, me quedo en el
silencio y me arrullan los ecos de los libros, el tiempo se me ofrece más
risueño pudiendo dialogar con muchos libros. Así el mundo se vuelve sonoro y
transparente, en una sinfonía desigual y continua.
1 comentario:
Buenas noches, profesor Gutiérrez Turrión:
Me ha evocado a Juan Ramón Jiménez.
Un abrazo
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