Y PASARÉ LOS FUERTES Y FRONTERAS
Parte de las últimas mañas la he dedicado a echar pie por la Vía Verde, que
se asienta sobre los caminos que recorrió el antiguo tren, al amparo del sol de
este último mes de otoño, celestial en Béjar y sus sierras, con los primeros
asientos de nieve en las cumbres y con el paisaje ya desnudo en todo árbol de
hoja caduca. El resto de las horas de la mañana y buena parte de las tardes se
las ha llevado un recorrido distinto, aunque semejante a la vez: he releído el
texto bíblico de El cantar de los cantares, la obra homónima de
Fray Luis, los poemas místicos de san Juan de la Cruz que se basan en la
Biblia, algunas de sus propias explicaciones, y he rematado con la lectura de
otra obra del agustino: De los nombres de
Cristo.
Qué decir al final del camino. Me han interesado siempre los escritores
místicos y a sus páginas he aplicado mis ojos durante muchas horas, muchas
veces y durante muchos días: san Juan, santa Teresa, Miguel de Molinos, fray
Luis de Granada… ¿Y fray Luis de León? Es otra cosa; ni mejor ni peor, algo
diferente. A fray Luis le pueden su sabiduría, sus conocimientos filológicos y
teológicos, y no consigue apartarse de ellos. Y le pierde lo que les pierde
(tal vez para hallarse de verdad, quién sabe) a todos ellos: su punto de
partida desde el dogma y la senda de la que no pueden salirse. Todo su afán se
consume en ajustar cualquier palabra a los dogmas eclesiásticos, y, desde mi
humilde punto de vista, les sale un botellón explicativo, una madeja
deshilachada y una confusión mental que termina por estropear más todo aquello
que pretenden arreglar. Por eso me complace más cuando parece que se olvidan de
los textos del Libro y se pierden en sus caminos personales, en sus
experiencias vividas o soñadas, en sus desparrames emocionales, en sus
deliquios amorosos. Y esto lo hacen mejor los místicos “puros”, los que se
afanan en esa última parte del camino en la que la norma ya no cuenta y las
voluntades humanas se han perdido en brazos de otra vida y otra realidad soñada,
o al menos presentida, “en brazos del amado o de la amada”.
Admiro de fray Luis sus conocimientos filológicos, su manejo de todos los
textos de la Escritura, su altura intelectual… Y algunos de sus redondísimos y
definitivos textos poéticos. Me decepciona que con ese caudal intelectual se
demore en el empeño casi imposible de hacer casar todos los detalles con las
palabras de la Biblia. A veces tengo la sensación de que ronda el abismo de lo
irrisorio. Pido perdón por estas gruesas palabras para todo un maestro, pero es
la sensación y el regusto que me deja. Qué podría decir entonces de otros solo
aspirantes a maestros… Sé que los contextos personales y de época (inquisición,
universidad, condición de religioso, rivalidades entre órdenes…) condicionan
mucho todo y tal vez explican muchas posturas, pero me queda un regustillo algo
amargo, visto desde el siglo veintiuno. Que me perdone. ¡Aquella inquisición,
aquel Trento, aquel imperio, aquella moral, aquellos dogmas…! Ay.
¿Por qué siempre un fondo de pecado en el hombre para justificar la
salvación y todas las cualidades y virtudes de ese dios al que se explica? Y el
miedo, y aquellos que no se ajustan a la voluntad divina, y los castigos, y los
elegidos, y los buenos y los malos, y… Pero si ese dios solo lo puede ser desde
la bondad y el amor infinitos, que tienen que acoger a todos, incluso a los más
reacios y tontorrones del lugar. Pero, claro, ¿y el mal?, ¿y las
desigualdades?, ¿y las injusticias?, ¿y las enfermedades?, ¿y…? ¿Por qué esa
carga de pecado original, que justifica toda la “redención” posterior? Pero ¿y
a mí qué me cuentan si yo no andaba por allí?
Pero no seguiré porque tanto no cabe en tan pocas líneas y nos podemos caer
por el barranco.
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