miércoles, 2 de diciembre de 2020

Y PASARÉ LOS FUERTES Y FRONTERAS

Y PASARÉ LOS FUERTES Y FRONTERAS

Parte de las últimas mañas la he dedicado a echar pie por la Vía Verde, que se asienta sobre los caminos que recorrió el antiguo tren, al amparo del sol de este último mes de otoño, celestial en Béjar y sus sierras, con los primeros asientos de nieve en las cumbres y con el paisaje ya desnudo en todo árbol de hoja caduca. El resto de las horas de la mañana y buena parte de las tardes se las ha llevado un recorrido distinto, aunque semejante a la vez: he releído el texto bíblico de El cantar de los cantares, la obra homónima de Fray Luis, los poemas místicos de san Juan de la Cruz que se basan en la Biblia, algunas de sus propias explicaciones, y he rematado con la lectura de otra obra del agustino: De los nombres de Cristo.

Qué decir al final del camino. Me han interesado siempre los escritores místicos y a sus páginas he aplicado mis ojos durante muchas horas, muchas veces y durante muchos días: san Juan, santa Teresa, Miguel de Molinos, fray Luis de Granada… ¿Y fray Luis de León? Es otra cosa; ni mejor ni peor, algo diferente. A fray Luis le pueden su sabiduría, sus conocimientos filológicos y teológicos, y no consigue apartarse de ellos. Y le pierde lo que les pierde (tal vez para hallarse de verdad, quién sabe) a todos ellos: su punto de partida desde el dogma y la senda de la que no pueden salirse. Todo su afán se consume en ajustar cualquier palabra a los dogmas eclesiásticos, y, desde mi humilde punto de vista, les sale un botellón explicativo, una madeja deshilachada y una confusión mental que termina por estropear más todo aquello que pretenden arreglar. Por eso me complace más cuando parece que se olvidan de los textos del Libro y se pierden en sus caminos personales, en sus experiencias vividas o soñadas, en sus desparrames emocionales, en sus deliquios amorosos. Y esto lo hacen mejor los místicos “puros”, los que se afanan en esa última parte del camino en la que la norma ya no cuenta y las voluntades humanas se han perdido en brazos de otra vida y otra realidad soñada, o al menos presentida, “en brazos del amado o de la amada”.

Admiro de fray Luis sus conocimientos filológicos, su manejo de todos los textos de la Escritura, su altura intelectual… Y algunos de sus redondísimos y definitivos textos poéticos. Me decepciona que con ese caudal intelectual se demore en el empeño casi imposible de hacer casar todos los detalles con las palabras de la Biblia. A veces tengo la sensación de que ronda el abismo de lo irrisorio. Pido perdón por estas gruesas palabras para todo un maestro, pero es la sensación y el regusto que me deja. Qué podría decir entonces de otros solo aspirantes a maestros… Sé que los contextos personales y de época (inquisición, universidad, condición de religioso, rivalidades entre órdenes…) condicionan mucho todo y tal vez explican muchas posturas, pero me queda un regustillo algo amargo, visto desde el siglo veintiuno. Que me perdone. ¡Aquella inquisición, aquel Trento, aquel imperio, aquella moral, aquellos dogmas…! Ay.

¿Por qué siempre un fondo de pecado en el hombre para justificar la salvación y todas las cualidades y virtudes de ese dios al que se explica? Y el miedo, y aquellos que no se ajustan a la voluntad divina, y los castigos, y los elegidos, y los buenos y los malos, y… Pero si ese dios solo lo puede ser desde la bondad y el amor infinitos, que tienen que acoger a todos, incluso a los más reacios y tontorrones del lugar. Pero, claro, ¿y el mal?, ¿y las desigualdades?, ¿y las injusticias?, ¿y las enfermedades?, ¿y…? ¿Por qué esa carga de pecado original, que justifica toda la “redención” posterior? Pero ¿y a mí qué me cuentan si yo no andaba por allí?

Pero no seguiré porque tanto no cabe en tan pocas líneas y nos podemos caer por el barranco.

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