jueves, 1 de julio de 2021

MACROBROTELLONES

 

 

MACROBROTELLONES

Cuando la mezcla es buena, el cóctel suele resultar sabroso. Los químicos lo saben muy bien. Hasta ahora conocíamos bien la potencia de los botellones místicos que algunas confesiones religiosas montan en torno de sus líderes y pastores, cual rebaño manso y pastueño que sigue la senda que le marcan las primeras sensaciones.

Pero la alquimia no para y lo último de lo último, lo más de lo más, vienen siendo estos días los macrobrotellones, una explosiva mezcla de virus con botellón, o sea un desparrame de personas bien juntitas mamándose sin control y azuzándose los virus unos a otros. Ya puestos, todo a lo grande y de una vez. Viva la ciencia y vivan los resultados turísticos de Magaluz y de todos esos lugares en los que se concentra la alegría de la huerta.

Todo esto de los recientes macrobotellones no es más que el resultado de un proceso en el que participan de manera desigual muchos colectivos, no solo los jóvenes. Mucho habría que decir de los padres, de los centros educativos, de la manera de organizar la enseñanza, de la escala de valores en la que nos movemos…

Me quedo, por elección, con los jóvenes y con lo que pienso de ellos.

Por biología, se suele tender a justificar y a disculpar cualquier “exceso” que puedan cometer. “Es la juventud”, “todos hemos sido jóvenes”, se dice casi siempre en estos casos. Como si la biología y la naturaleza estuvieran ahí para mirarlas y no tocarlas, para dejarlas discurrir a su antojo sin ser domadas y sometidas a un proyecto de razón más largo y complejo. Nadie negará que los años juveniles son más fogosos, menos compensados, y más impulsivos. Pero tal vez esto no es más que el primer nivel del asunto. No tenerlo en cuenta sería olvidar lo obvio y actuar contra lo más natural, peor no modularlo es animalizar todo y negar el valor y la fuerza de la razón y del equilibrio. En sus primeros años, el niño se mueve por elementos instintivos y no es autosuficiente; necesita, por ello, la ayuda de las demás personas para que no se perjudique continuamente. ¿O lo dejamos solo para que se caiga, se desoriente o perezca por falta de facultades? La analogía, elemento esencial para el razonamiento y la convivencia, nos empujaría a estar también un poco más cerca de los jóvenes, para orientarles en su camino y en sus actuaciones.

Es verdad que esa es precisamente la edad en la que el individuo busca su identidad y su propio camino; por eso, el equilibrio entre la ayuda y la autonomía se hace más difícil. Pero tendremos que establecer una correspondencia entre esa autonomía y la responsabilidad que cada uno va adquiriendo. Y habrá que enseñar tal vez que en esa responsabilidad va incluida la cláusula que afirma que, si esa es edad más propia para la distensión, acaso la solución más adecuada no sea dejarla correr y subirse sin más a un coche cuyas prestaciones no conocemos y que se puede estrellar, sino la de poner más cuidado, precisamente por eso mismo, que ya vendrán tiempos mejores en los que no necesitemos tanto esfuerzo para contenernos. Y esa responsabilidad es de cada uno. Aquello de que “yo soy rebelde porque el mundo me ha hecho así” disimula bastante, pero no cuela del todo.

La educación exige cambiar el camino, explorarlo con la razón, no con el instinto. Ex + ducere. Conducir hacia fuera. Buscar caminos nuevos. Pero siempre con el control de la razón. Lo otro es hacerse uno más en el rebaño, encerrarse en la majada y balar o berrear al son que nos tocan y nos mandan. Una persona es mucho más que eso. Y cuando se vive en comunidad -que es siempre-, los cuidados han de ser mucho mayores. Que somos muchos en este pequeño planeta y todo nos alcanza a todos.

Así que menos echar balones fuera como los niños que lo primero que sueltan es el consabido “yo no he sido” y más coger el toro por los cuernos. Que la vida es mucho más que esos fogonazos incontrolados e instantáneos y la comunidad espera y merece bastante más que sustos. Y los jóvenes también.

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