SEGUIR EL CANON
Claro que, para seguir algo, hay que saber en qué consiste, pues, si no, lo
único que se hace es convertirse en una oveja más del rebaño, que se deja
pastorear y que sigue el viento que más se mueve.
Canon no es otra cosa que regla o norma. Seguir el canon no es otra cosa
que seguir la norma. Hasta ahí, todo sencillo. No resulta tanto establecer cuál
es la norma y quién la dicta. Tradicionalmente, nos referimos al canon pensando
en un modelo perfecto según unas medidas establecidas. Son aquellas del arte
griego y clásico en general.
Pero es que los modelos de perfección cambian con los tiempos, aunque no
sea a la misma velocidad de cualquier moda de otoño-invierno. Cuántas veces no
se ha puesto como ejemplo el cambio en el canon de belleza según el color: blanco
y sonrosado en otros siglos, y moreno en nuestros días. Y así con tantas cosas.
De modo que el canon se va modificando con el paso del tiempo.
Sin embargo, seguimos necesitando algún modelo que nos sirva para comparar
y establecer bases con las que clasificar los valores del arte y de cualquiera
otra actividad humana. Habrá que conceder el paulatino cambio de modelo (de
canon), pero habrá también que velar para que los cambios se produzcan con
sentido, calma y fundamento. De otro modo, estaríamos horros de espejos en los
que mirarnos y siempre desconcertados y confusos. De hecho, en arte, las obras
que pasan al canon son las que se convierten en clásicas y, entre otras cosas,
lo son porque superan los caprichos de la moda, siempre pasajera y efímera.
¿Y quién marca las reglas que componen el canon? Podemos convenir que esa
tarea se ha encomendado a aquellas personas que, por las razones que sean,
entendemos que están más versadas en todo el proceso de la creación y son
capaces de razonar y de fundamentar las obligaciones que se le exigen a la obra
de creación. Ha sido, pues, una obra de intelectuales, con todas las
precisiones que al concepto se le quieran arrimar.
¿Y ahora? ¿Son los intelectuales los que marcan qué debe y qué no debe
pasar al canon? Solo plantearlo causa risa y hasta desazón. Piénsese, por
ejemplo, en la creación literaria. ¿Coincide la opinión de la crítica con el
éxito o el fracaso de una novela, de un ensayo o de una obra poética? Como en
otro tiempo se preguntaba retóricamente; ¿coincide la opinión pública con la
opinión publicada? Y algo aún más hondo, ¿Quién tiene en sus manos el poder
para hacer pública la opinión y crear así tendencias y sinergias favorables al
éxito o al fracaso de una creación?
Porque, hasta ahora, se entendía que se disputaba con criterios creativos y
supuestamente racionales. Ahora todo se ha dejado en manos de los números y el
valor se ha rebajado a la cantidad de lectores que hayan sido inducidos al
conocimiento de una obra. ¿Quién induce a ese conocimiento, a esa lectura o a
esa visión? Naturalmente, los medios de comunicación de masas y la publicidad,
sobre todo. No quiero reducir la capacidad individual a la nada, pero defender
que la libertad es absoluta significa estar fuera de la realidad. Leemos lo que
nos proponen, vemos lo que quieren, atendemos a la escala de valores que nos
imponen. ¿Y quién tiene esa capacidad de crear opinión, de apuntalar una escala
de valores, de aflorar un magma en el que después se cultiva lo que se cultiva?
Pues los que tienen poder, concretado en el dinero.
De este modo, el canon se ha pasado al edificio de la economía; en él son
patronos el dinero y la cuenta de resultados y la publicidad orientada a ello
es su principal aliada. La belleza se iguala con el éxito y este con el número
de aprobaciones inducidas por los poderes económicos. El concepto de belleza se
ha vuelto volátil y perecedero, todo es perecedero y líquido, no hay certeza en
nada y manda el número de likes que
se hayan posado en el producto. Es necesario para que se siga produciendo y el
consumo no pare.
Lo peor de todo es que, al menos antes, muchos creadores se sometían a la
opinión formada y seria de quien conocía el proceso y articulaba conceptos que
aspiraban a ser universales y duraderos. Ahora, muchos, demasiados, se han
convertido en sus propias abuelas y no dejan de publicitarse en cualquier medio
a su alcance para conseguir ese aplauso mediocre; no esperan a la opinión del
crítico sereno, sino que se adelantan a expresar sus cualidades, como si
tuvieran que vender un producto que no se puede medir por el aplauso de
cualquiera. Han olvidado aquel precepto evangélico que recomendaba que la mano
derecha no sepa lo que hace la izquierda, o aquel consejo que declaraba que de
uno deben hablar los demás antes que uno mismo. Las palabras de Machado se han
perdido en el olvido y en el tiempo: Todo
necio confunde valor y precio.
Y aún más negativo es que encima lo quieren presentar como si fuera la
fórmula más democrática. Y es que numéricamente tienen razón: “Esta obra tiene tropecientos mil lectores”.
“Ha conseguido en internet millones de
visitas”. Y se quedan frescos y oreados. Es fórmula que se da por buena y
que produce noticias en televisiones y otros medios.
Así que, muerto el canon clásico, viva el canon del dinero, de la
mediocridad y de las modas inducidas que estabulan a los rebaños.
¿Y si aplicamos esa consideración a los demás ámbitos de la vida? Por
ejemplo, a la forma de elección política. Mejor no asomarse al abismo, porque,
si lo miras fijamente, puede terminar mirándote él a ti.
No hay comentarios:
Publicar un comentario