MUERTE EN PALESTINA
Es Béjar, en España, y es diciembre
de dos mil veintitrés de nuestra era.
Es otoño y hay lluvia en el paisaje.
En los campos de Australia ya puntean
los capullos que anuncian primavera.
Aquí la tarde es gris y arrecia el frío.
En los gélidos fiordos de Noruega
la luz ya está cansada y es de noche.
En el sur de Argentina el sol abrasa
y abarrota las playas de bañistas…
Y así, en la variedad, se mira el mundo
mientras pasan sus días sin constancia
de que nadie le marque ningún rumbo
ni si tienen sus horas un sentido.
Hay un bello y pequeño territorio,
que linda con el mar y con un río,
donde mueren los niños cada día,
con la sorpresa a cuestas y la duda
sembrada en sus pupilas. Se preguntan
qué dios les ha marcado su destino,
cuajado de dolor, de sangre y miedo,
y un trayecto vital que solo sabe
a odio y a venganza, a rabia y crimen.
Todo lo que era amor, ternura, mimo,
abrazos de una madre, juegos, vida,
se ha quedado, en hachazo repentino,
en brazos de la muerte y del vacío.
Tienen miedo los dioses de esa sangre
que en su nombre tal vez se ha
derramado.
El grito de esos niños los acusa
y, en juicio sumarísimo,
los condena, en sentencia firme y grave,
a olvidarse de todo lo que tenga
que ver con el quehacer de los humanos.
Desde el suelo de Gaza y Palestina,
sube hasta el cielo inmenso griterío,
que llega a las estancias donde juegan
Alá y Yahvé en sobremesa una partida
con las cartas marcadas y sangrientas.
No ganará ninguno, pues los niños
han de seguir gritando hasta que el
cielo
los expulse hacia el reino del olvido.
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