Me cuesta mucho entender todas aquellas teorías que defienden la individualidad por encima de la comunidad y que vencen todo su esfuerzo en apelar a los derechos de la persona como individuo y como representación de una idea.
A mí también me apetece que las reglas de la comunidad tengan como último fin los derechos del individuo -los míos, sin ir más lejos-, pero no comprendo cómo, en el trayecto, se nos pueden ir todas las ganas y todas las reivindicaciones.
Al mundo liberal solo le oigo decir que el individuo es anterior a la comunidad y que la comunidad no tiene derecho a invadir los derechos de cada quisque. Me parece que, aunque asunto tan peliagudo no es para unas líneas, todo parte de alguna falsedad falsa de toda falsedad.
¿Quién conoce a eso que llamamos un individuo? ¿Dónde está el solo, que no necesita de nadie par su existencia? ¿Alguien lo conoce? Por favor, ¿dónde está? El ser humano se conforma y se define sencillamente por la red de relaciones que establece con sus semejantes. Sin ellos, ni se puede definir siquiera. Y es inconcebible que pueda progresar. Y esto desde ningún nivel, ni civil ni religioso, ni soltero ni casado. ¿Alguien se atreve a considerar que una persona asilada es lista, por ejemplo? ¿A que siempre es en relación con otros individuos? ¿A que los necesita para poder aplicarle esta y cualquiera otra cualidad? Pues hágase así con todo. Se observará fácilmente que los más liberales, los menos estatales, los menos comunitarios, son aquellos que tienen más elementos de su propiedad que defender, aquellos que, aparentemente, necesitan menos de los otros para la supervivencia. Curiosamente, se refugian en símbolos idealizados (banderas, patrias, religiones, fuerzas del orden…) como reivindicación colectiva. Es su sucedáneo y su placebo, su mejor forma de olvidar el pan nuestro de cada día.
Y aun creo que eso del individuo aislado e ideal se concibe y se piensa mejor y casi solamente en situación de fuerza física y mental. Resulta un poco más sencillo pensar y exigir individualidad cuando uno tiene treinta años, acaso un buen trabajo recién estrenado y unas perspectivas vitales halagüeñas. También en esos casos es falso. Pero, ¿quién se atreve a idealizar a la persona aislada cuando su edad va cumplida, cuando se encuentre enferma o cuando cualquiera otra variable vital se torna negativa? ¿No es más cierto que, sobre todo entonces, la realidad humana no se concibe más noble y real que en compañía, en intervención de la colectividad ayudando a quien más lo necesita? ¿Cómo se puede concebir la dignidad de un anciano sin la ayuda de la comunidad? ¿No resulta insultante, en esa tesitura, diaria e infinita, hablar de individuo sin pensar en la comunidad?
Los llamados liberales y anticomunitarios se refugian en las caridades cuando se les canta esta canción. Tal vez por eso acuden a sus mercadillos a lucir tipo y a exhibir las migajas caritativas que ceden a los “pobres”. Conozco presidenta de comunidad, liberal ella, que lanzaba caramelos a los trabajadores de una de sus amplísimas fincas familiares, desde un coche de caballos, como si fueran sus súbditos: estaba haciendo caridad, sin duda, e intentando limpiar su conciencia. No es difícil constatar que la caridad está bien, pero que es un sucedáneo de la falta de justicia. Cada uno sabrá si quiere instalarse en los parámetros de la caridad o en los de la justicia social.
Tal vez mis necesidades físicas de este momento hayan hecho aflorar este esbozo de consideración, que tantos tentáculos tiene y tan largo alcance se le supone. Para otro día.
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