martes, 21 de junio de 2016

CASO RESUELTO


Apenas habían pasado diez días desde el encuentro y esa misma noche la mató. La mató con un cuchillo largo y sin la preocupación de al menos disimular los restos, pero la policía no consiguió dar con el rastro del asesino por más que dedicó muchos agentes a seguirle la pista, y terminó por archivar el caso.
La última mirada con fondo de tristeza y la mano levantada en señal de despedida se habían cruzado en el aire cuando los últimos asientos de autobús se perdían en la esquina.
La mujer de ojos oscuros recogió del suelo el último recuerdo del hombre al que había despedido y el olor que su cuerpo había depositado en el andén. Al alzar la mirada, sus ojos descubrieron la presencia de un hombre bien formado, de mediana edad, tal vez también solo después de despedir a alguien.
Las cosas suceden por alguna razón, pero en numerosas ocasiones nadie sabe cómo surgen esas razones. Y tampoco merece la pena indagar en el origen para no quitarle la pátina al misterio.
Los dos se fueron a la cafetería de la estación de autobuses, tomaron un café, charlaron, pusieron imágenes en común, se citaron para otra ocasión y se amaron hasta aquella noche en la que se produjo el crimen.
Desde aquella noche, él se había dado a todo abandono. Primero en lugares apartados, y enseguida en los locales más degradados de la ciudad. Se ofrecía a cambio de nada y como para satisfacer impulsos incontrolados y desiguales. Y poco importaba si sus amantes eran jóvenes o maduros. Su voluntad andaba dormida y sus planes no ocupaban ni siquiera un espacio y tiempo determinados. Todo surgía como empujado por una fuerza extraña que él ni dominaba ni deseaba dominar.
De todos los hombres a los que se ofrecía apenas conservaba una vaga imagen, y con todas ellas componía un fantasmagórico retrato indefinido en el que se perdía y del que sentía que formaba también parte.
Una tarde, a la hora del crepúsculo, se dirigió a un bar del centro al que solía acudir con frecuencia. En el fondo de la barra, otro hombre de mediana edad lo observaba insinuante. No tardaron en trabar conversación y en intimar. Unas cervezas más, algún cigarro y una invitación puso a ambos en su casa.
Fue al salir de la ducha y con un cuchillo largo y afilado. Cuando alzaba la mano para hundir el hierro en su cuerpo, no pudo ocultar un grito de espanto y una pregunta desesperada en busca de la causa del  asesinato. La respuesta fue breve y contundente: “El dolor solo se puede pagar con otro dolor parecido. Y tú me causaste el mayor dolor posible la noche en la que la asesinaste”. La hoja del cuchillo se hundió totalmente en su cuerpo.

Cuando la sangre recorría las baldosas de la habitación, salió a la terraza, encendió un cigarrillo, aspiró hondamente y miró al cielo. Había luna llena y ese mismo día comenzaba el verano. Después bajó las escaleras lentamente y se perdió por las calles de la ciudad, tal vez en dirección a la estación de autobuses.

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