Apenas habían pasado diez días
desde el encuentro y esa misma noche la mató. La mató con un cuchillo largo y
sin la preocupación de al menos disimular los restos, pero la policía no
consiguió dar con el rastro del asesino por más que dedicó muchos agentes a
seguirle la pista, y terminó por archivar el caso.
La última mirada con fondo de
tristeza y la mano levantada en señal de despedida se habían cruzado en el aire
cuando los últimos asientos de autobús se perdían en la esquina.
La mujer de ojos oscuros recogió
del suelo el último recuerdo del hombre al que había despedido y el olor que su
cuerpo había depositado en el andén. Al alzar la mirada, sus ojos descubrieron
la presencia de un hombre bien formado, de mediana edad, tal vez también solo
después de despedir a alguien.
Las cosas suceden por alguna
razón, pero en numerosas ocasiones nadie sabe cómo surgen esas razones. Y
tampoco merece la pena indagar en el origen para no quitarle la pátina al
misterio.
Los dos se fueron a la cafetería
de la estación de autobuses, tomaron un café, charlaron, pusieron imágenes en
común, se citaron para otra ocasión y se amaron hasta aquella noche en la que
se produjo el crimen.
Desde aquella noche, él se había
dado a todo abandono. Primero en lugares apartados, y enseguida en los locales
más degradados de la ciudad. Se ofrecía a cambio de nada y como para satisfacer
impulsos incontrolados y desiguales. Y poco importaba si sus amantes eran jóvenes
o maduros. Su voluntad andaba dormida y sus planes no ocupaban ni siquiera un
espacio y tiempo determinados. Todo surgía como empujado por una fuerza extraña
que él ni dominaba ni deseaba dominar.
De todos los hombres a los que se
ofrecía apenas conservaba una vaga imagen, y con todas ellas componía un
fantasmagórico retrato indefinido en el que se perdía y del que sentía que
formaba también parte.
Una tarde, a la hora del crepúsculo,
se dirigió a un bar del centro al que solía acudir con frecuencia. En el fondo
de la barra, otro hombre de mediana edad lo observaba insinuante. No tardaron
en trabar conversación y en intimar. Unas cervezas más, algún cigarro y una
invitación puso a ambos en su casa.
Fue al salir de la ducha y con un
cuchillo largo y afilado. Cuando alzaba la mano para hundir el hierro en su
cuerpo, no pudo ocultar un grito de espanto y una pregunta desesperada en busca
de la causa del asesinato. La respuesta
fue breve y contundente: “El dolor solo se puede pagar con otro dolor parecido.
Y tú me causaste el mayor dolor posible la noche en la que la asesinaste”. La
hoja del cuchillo se hundió totalmente en su cuerpo.
Cuando la sangre recorría las
baldosas de la habitación, salió a la terraza, encendió un cigarrillo, aspiró
hondamente y miró al cielo. Había luna llena y ese mismo día comenzaba el
verano. Después bajó las escaleras lentamente y se perdió por las calles de la
ciudad, tal vez en dirección a la estación de autobuses.
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