Tengo la impresión de que son dos conceptos que
anudamos, mezclamos y confundimos con demasiada frecuencia y en cualquier
ámbito de la vida. Como sucede siempre, es en el ámbito público en el que las
imágenes y los ejemplos se nos hacen más visibles y ejemplificadores; pero la
consideración sirve para todos los contextos, y bien haríamos en aplicárnosla a
nosotros mismos en el día a día. Vamos.
Sírvanos el ejemplo del “milagroso” máster de
Cristina Cifuentes. Poco importa que los datos resulten apabullantes y que los
indicios dejen escaso o nulo lugar a la duda. De cualquier manera, los “suyos”,
los de su partido y ciertos medios de comunicación defienden a la susodicha, a
veces hasta caer en el ridículo más bochornoso. Da igual: son los suyos y están
por encima de la verdad. Tengo la impresión de que también por la otra parte,
los “no suyos”, los otros partidos y los otros medios de comunicación se ceban
con las personas, hacen fuego con el árbol caído y agrandan hasta el hartazgo cualquier
detalle que favorezca su opinión.
Si no les gusta, cambiamos de ejemplo y nos
vamos al asunto catalán o al partido de fútbol que deseen, o a la iglesia, o a
los amigos; o, si no, pongan ejemplos de diario y de su propia vida.
A mí me gustaría que distinguiéramos los
afectos de los intereses, y que entendiéramos mejor los primeros que los
segundos. Y todo desde la gradualidad y desde la mesura, sin posturas
maximalistas y exclusivas. Los afectos se tienen a personas o hechos con los
que afectivamente uno está vinculado: familiares, amigos, próximos. Los intereses
se pueden tener con cualquiera y con ellos se busca fundamentalmente el
beneficio personal, aunque se perjudique a los demás. Si defino bien, estoy en condiciones
de comprender y de disculpar mejor a los que se mueven por afectos que por
intereses. Hace unos días -vuelvo a los ejemplos- me enfadaba en esta misma
ventana porque la reina Sofía había sido desairada al no dejar Leticia que
abrazara y se fotografiara con sus nietas. Entendía que la reina Sofía actuaba
por afecto y la defendía por ello.
No sé en qué medida en los partidos políticos
se actúa por afecto o por intereses, pero sospecho que ya las aguas aquí no
bajan tan limpias. Trataría de entender a los que actuaran por afectos, aunque
no esté de acuerdo con sus declaraciones. Tal vez ni ellos estén, pero que no se
justifiquen no quiere decir que no se entiendan. Convendría, en todo caso, no
ser contumaz en esconder la realidad, aunque esta no nos favorezca. Me gustaría
tener el ánimo más predispuesto comprender a los que prodigan afectos sinceros,
aunque sea atenuando la realidad, que a los justicieros que claman venganza más
que justicia. El perdón siempre es bueno y deja la conciencia tranquila al que
perdona. Comprender y perdonar debería llevar aparejado, claro, el
reconocimiento del que ha errado y aceptar las consecuencias, pero no la
soberbia y la negación de lo evidente; si no, todo se hace mucho más difícil y
el perdón ya solo se puede situar en el plano de una ética casi del amor.
Nada que ver esto con los intereses, que,
cuando son particulares, ya no merecen mi comprensión moral, por más que puedo
apelar a ellos como motor de la vida humana, como hace toda la corriente filosófica
del utilitarismo. Al lado de la argumentación filosófica quiero ver una
comprensión moral y humanista de quien entiende que nada es absoluto, que todos
somos débiles y nos equivocamos muchas veces. Y, si no estamos dispuestos a la
comprensión y a la rectificación, entonces ya solo nos queda el código penal. En
él ya únicamente caben los juicios y las penas. Y, si encima sacamos pecho y no
reconocemos nada, entonces ya no hay remedio y pasa lo que pasa.
Al final creo que puedo afirmar algo así como
esto: Con los afectos ganamos todos, con los intereses solo el más fuerte, Y
acaso ni siquiera este.
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