Después de todo, la vida no es más que un
desorden controlado y la mejor manera de mirarlo es desde una terraza. Por eso
yo me instalo casi diariamente en la mía y dejo correr mi vista y abro mis
otros sentidos para que llegue toda esa masa difusa que va y viene por los
caminos del tiempo y del espacio. Y a los lugares a los que no llega mi vista
viajo con mi imaginación. Es el medio más seguro, menos contaminante y más
barato.
A veces, por ejemplo, subo hasta la sierra para
comprobar si es real todo ese número tan grande de esquiadores que siempre
dicen las cifras oficiales que vienen a esquiar. Lo hago en el coche de mi
imaginación y ni paso frío, ni encuentro atascos, ni gasto gasolina, ni
contamino. Lo malo es que no me salen esas cifras tan abultadas de visitantes.
Vaya por dios.
Otras veces sencillamente dejo correr la mirada
por el paisaje lujurioso que adorna mi contorno, y me remanso en él, sin prisas
y al amparo de lo que me pide el sol.
Si me canso de ir a buscar la vida, sencillamente
dejo que ella venga hasta mí. Me trae recado de algunas cosas que suceden por
ahí. Yo las contemplo y con frecuencia me río o se me muda el rostro mostrando
un rictus de tristeza. Ayer, sin ir más lejos, me contaron lo de esa señora que
falsea la realidad inventándose cursos y engordando un currículo de manera
vergonzosa. La verdad es que no sé qué pensar pues tengo la impresión de que el
fenómeno es más frecuente que lo que se cree por ahí. La experiencia muestra
que es mejor ponerse colorado de una vez que muchas veces rojo de vergüenza. Esta
señora parece haber optado por pretender asegurar que ha tomado el sol todo el
verano cuando aún no ha cesado el frío. Ella, pobrecilla, sabrá lo que hace.
Con ese caso, la vida me trajo la consideración acerca de cómo anda el patio en
esa institución semisagrada que llamamos universidad. Y no me puse demasiado
contento al rumiarlo unos minutos. Tampoco me alegró esa especie de jolgorio
ante el árbol caído y el fuego que con él se hace para calentarse. Hay que poner
otra vez de moda el concepto de la compasión. Aunque, si se cifra la vida en
carreras y triunfos, es lógico que se acepten también los fracasos y las
venganzas. De todos, por cierto; también, para cuando les toque, de los que
ahora se sienten triunfadores.
Y las mismas sensaciones para el caso de
Puigdemont, ahora, solo aparentemente, en libertad. ¿No es prueba de cierta
normalidad el hecho de que jueces distintos opinen y juzguen de manera
diferente? ¿No existen otras instancias a las que recurrir? ¿No es esto una
muestra de democracia? Pues nada, otra vez brocha gorda con triunfos y fracasos
absolutos. Quietos hasta ver, que la partida no ha terminado, ni en un sentido
ni en otro. Y menos poner la pierna encima del vencido, que no se trata de eso
sino de aproximar posturas y convivir lo mejor posible. Claro que eso de la
con-vivencia es algo plural y si uno no quiere…
Como estas sensaciones eran fuertes, preferí
echar el cierre a mi ventana y mirar hacia adentro. Allí estaban mis nietos
jugando tan felices. Esta sí es otra vida. Y yo me quedé en ella tan contento.
Qué distinto el ambiente. Aquí todo se perdona y no se miente nunca: no merece
la pena pues crece la nariz y da mucha vergüenza. Y nadie gana a nadie -bueno,
siempre ganan ellos, pero es que son mejores y nadie se queja- porque ninguno
quiere separarse del corro de la fiesta.
Pero es así la vida y habrá que seguir viéndola
con calma y con cautela.
1 comentario:
Bien lo de Puigdemont; y mejor lo de los nietos. Pero no me llega la compasión para Cifuentes: demasiada contumacia en la soberbia, la insolencia y el cinismo.
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