Cualquier circunstancia me ha llevado de nuevo
hasta el palacio que sirve de instituto allá en lo alto, presidiendo la plaza
mayor de Béjar, donde la iglesia asienta sus poderes y la sede del ayuntamiento
recuerda que completaba los tres dominios juntos: la nobleza, la iglesia y la
voz de la gente. Pero el más elevado es el edificio de la nobleza, el palacio,
el castillo o alcázar que hoy sirve de centro educativo. En el frontis, su
nombre: RAMÓN OLLEROS.
Es media mañana y el sol anda radiante después
de tantos días. Hacía tiempo, muchos meses, que no volvía a mi casa, al lugar
que me ha acogido en mi trabajo durante tantos años. Todo es igual y todo está
cambiado. Enseguida me he visto en las paredes pues allí están mis huellas,
como escondidas por las esquinas, por los pasillos y por los techos. Algún día
escribí sobre las huellas estratigráficas que poco a poco se van asentando
entre los muros. Allí quedamos todos un poquito, como en un daguerrotipo
olvidadizo.
Los alumnos tienen las mismas caras, aunque yo
no reconozca ninguna. Tampoco están allí los profesores que sirvieron conmigo;
tan solo alguno de ellos.
He hablado con ellos durante unos minutos y me
han contado la realidad más actual del centro. ¡Menos de doscientos cincuenta
alumnos! Yo trabajé allí con más de ochocientos. “Pero ha subido el número”, me
dicen; y la tendencia, al fin, es positiva en los últimos cursos. Me alegro
vivamente.
Hace ya muchos años que algunos propusimos la
existencia de un solo centro de enseñanza media bien dotado para la ciudad de Béjar.
La historia fue muy larga y desgraciada. El tiempo nos ha dado la razón. No
entraré en más detalles.
El apagón de alumnos representa la falta de
energía en la ciudad, el caldo de cultivo en que se mueve, la decadencia en el
mayor bien posible: la riqueza humana; la no renovación generacional…, y esa
especie de sordera y de silencio que tanto ruido causan en la conciencia y en
la sensibilidad.
A pesar de todo, el trabajo sigue, las
ilusiones permanecen y la labor suprema de arar entre los jóvenes tiene que dar
sus frutos. Y sé que los que ahora allí se afanan lo hacen con la mejor
disposición. La educación es algo tan sagrado…
Estuve solo un rato, el necesario para agotar
la espera de quien había acudido a prestar un servicio a ese instituto. Circunstancia
curiosa y personal: el visitante y su acompañante terminan sus días laborales
al olor de este centro educativo. Es una buena forma de cerrarlos. Ahora ya
seguirán juntos sin horarios que obliguen y que aten. A ver qué tal les va.
La plaza estaba amplia y luminosa, pero sin la
presencia de la gente. Y yo la quiero llena y bulliciosa, optimista y esperanzada.
La he visto así tantas veces, que ya no me acostumbro a sus silencios. Pero no
la quiero con nobles ni con clérigos, ni con recuerdos de duques o arciprestes,
sino de jóvenes que van y vienen con su vida a cuestas por esas escaleras que
suben y bajan en busca del placer educativo de la vida. Vamos.
Me golpea la memoria aquel viejo poema que
escribía no sé cuándo:
“Aún resuenan los pasos en mi pecho
de estos pasillos hondos donde anduve
detrás de los muchachos. Cada día
fraguaba una batalla en las esquinas:
unas voces al aire, aquel descuido
de no cerrar la puerta en el momento,
o tu boca de fresa
cuando tocaba el timbre de las doce…
Era como subir al cielo cada día,
como entender que hay causa
para vivir sin tregua.
Hoy he vuelto a pasear en el silencio
de la tarde callada.
Apenas oigo el eco debilísimo
de aquellas otras tardes en los claustros.
Nadie sabe mi nombre, desconocen
que sigo suspirando entre las aulas.
¿Dónde están esos años que he vivido
y que apenas resisten
las huellas del futuro?
¿Acaso no he vivido?
Tal vez no lo recuerdo”.
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