Pues que me fui a ello y por allí
anduve durante una semana larga.
Un viaje puede abarcar variables
muy distintas y cada cual se puede contentar con aquellas que mejor le
convengan. Para empezar, un viaje no es solo de ida, sino también de vuelta, de
recuperación de lo dejado y de volver a sentir de nuevo las sensaciones que nos
conforman cada día; pero es mucho más, es cambio de imágenes, es desconexión,
es admiración o rechazo de otras formas de vida, es un espacio diferente, es un
horario descuidado, es convertirte en una esponja abierta para dejarte empapar
por otras condiciones, es…
En este caso el corte ha sido un
poco más profundo porque la geografía así lo dictaba. He visitado Noruega, un
país que no conocía y que posiblemente tampoco vuelva a visitar. Y puedo
prometer que el espacio y el tiempo son allí diferentes. Las postales que dejan
sus fiordos y sus montañas nevadas, al lado de un sinfín de lagos que se
confunden con los fiordos al lado del mar, sumadas al paisaje de primavera con
sus infinitas cascadas en estos días de deshielo y de las casas-granja
desperdigadas a la orilla del agua, forman un espacio diferente que habrá que
describir en otro formato. Algo parecido habrá que hacer con el poso de
imágenes de la forma de vida, en horarios y costumbres, de sus habitantes.
Y hay otras muchas variables que
se cuelgan en mi imaginación, como se cuelgan los glaciares a las montañas y se
van vaciando a más velocidad de la debida.
Hoy solo quiero señalar una
variable que me ha llamado la atención de forma poderosa. Nos hallábamos en
Bergen, la segunda ciudad del país, con unos trescientos mil habitantes, el día
de la fiesta nacional. Desde primeras horas de la mañana, y por todas las
calles, se observaba todo un gentío que caminaba de un sitio para otro. La
inmensa mayoría vestía el traje típico de su país y, casi sin excepción,
enarbolaba alguna bandera noruega. Había niños pequeñitos con banderas en sus
espaldas, ancianos y jóvenes con el mismo distintivo y gentes de toda edad
celebrando su fiesta común.
A eso de media mañana, por las
calles principales de la ciudad, se organizó un desfile interminable en el que
participaban grupos de toda clase, en forma ordenada y con paso orgulloso. Por
allí pasaron miembros de las fuerzas armadas, bomberos, marineros, asociaciones
civiles de todo tipo, grupos con pancartas reivindicativas o simple grupos de
amigos. Parecía que toda la ciudad estaba en la calle. Tamaña manifestación
guardaba un orden perfecto y los que no desfilaban asistían al cortejo con
aplausos de aprobación.
Pero es que, fuera cual fuera la
condición de los desfilantes (repito que vi pancartas reivindicativas en el
desfile), todos portaban en lugar bien visible alguna bandera nacional.
Me sorprendió tanto fervor patriótico,
que yo no conocía. Pero tengo que confesar que sentí una envidia muy grande al
ver que toda la comunidad estaba unida por algún símbolo querido por todos. Y
mi imaginación me trajo a España. Y sentí sonrojo y pena por un país, este
nuestro, que parece siempre sin hacer y al hostigo de los vientos de separación
y de desunión. No es la primera vez que me sucede algo parecido, pero nunca lo
había sufrido con tanta fuerza como ese día en Bergen. No soy un ser de
demasiadas banderas, aunque no me estorban, pero repito que sentí una envidia
grande por lo que aquello simbolizaba.
Para mi desgracia, me reafirmo en
la idea de que, sin solucionar los asuntos territoriales, los demás elementos
jurídicos y de convivencia no se arreglarán, porque son posteriores a aquellos.
A la vuelta me encuentro en la
disputa de las elecciones municipales, regionales y europeas. Y me cuentan
hechos y conductas que en poco favorecen la convivencia. Cachis.
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