Cuando el pensamiento te lleva a
conclusiones en las que el concepto absoluto se ausenta y no tiene trazas de
aparecer, las verdades se convierten en relativas y acuden casi siempre a la
comparación para establecer una escala de importancia en la que se colocan más
arriba o más abajo en la jerarquía. Es algo que, como casi siempre, posee sus
pros y sus contras, sus virtudes y sus vicios, sus glorias y sus miserias, sus
ventajas y sus inconvenientes.
No quiero renunciar a algunos
principios más generales y comunes, que nos mantienen en pie cuando vivimos en
comunidad y que nos reducirían al caos si no los tuviéramos en el horizonte;
pero cada día los miro con más precaución. Por eso, cada vez entiendo más la
importancia de la comparación como elemento de justicia y de igualdad.
Creo que las experiencias se nos
muestran a diario y que en ellas podemos comprobar si hay algo de real en lo que
digo. Contaré una muy próxima.
Hace tan solo unos días viajaba
hasta Ávila. Lo hago con frecuencia porque allí tengo una parte de los seres a
los que más quiero. En el camino escuchaba la radio y me llegaban los
testimonios de cuatro tipos de voluntarios, cada uno en un sitio, pero todos
con el horizonte de ayuda a los demás. Uno había renunciado a un puesto de
médico, otro ofrecía horas de su ganado descanso como jubilado, uno más andaba
en África y acudía a medio mundo cada vez que tenía noticia de una catástrofe…
Cuando terminaron sus intervenciones, escuché una entrevista a un hombre de
mediana edad que se había educado en Harvard (la de verdad, no la del pueblo de
Madrid) y que había emprendido varias empresas, todas de éxito económico. El
buen hombre confesaba que había sido operado de cáncer y que tenía metástasis.
Esto no le impedía tener un sentido optimista de la vida y una escala de
valores en la que para él los héroes reales eran los voluntarios que se habían
manifestado minutos antes.
Así se me consumió buena parte
del trayecto. Y mi mente me riñó por muchas cosas, sobre todo por no saber
valorar todo lo que de positivo me ha entregado la vida y los privilegios que
me ha concedido. Al lado de toda esta gente -y es mucha la que actúa en este
sentido- yo soy un don nadie y no tengo derecho a quejarme de casi nada. Aún
sigo sintiendo que no tengo que ir pidiendo perdón por las calles y por la vida
porque tengo la sensación de que mi camino no ha sido el más despejado ni el más
común, pero también es verdad que no me asiste ni la más mínima razón para
sacar pecho por nada y que seguramente podría ofrecer mucho más de lo que
ofrezco.
Por la misma defensa de la
comparación, no pienso renunciar a denunciar lo que considere injusticia para mí
y para los demás. Debería hacerlo, no obstante, con precaución y con la mirada
amplia, con la consideración que me ofrecen gentes como aquellas a las que
escuché en mi viaje a Ávila. Ratos como ese relativizan todo e inyectan una buena
dosis de serenidad y de calma en vena y en cerebro que siempre son bienvenidos.
Me vienen a la mente unos versos
de una deliciosa canción de amor en la que se reparten los trabajos y
distinguen muy bien unos de otros: “Él lo que tiene importancia, yo de todo lo
importante”. Pues eso, lo que tiene importancia y lo realmente importante.
N.B. Por si alguien está
interesado en acudir, adjunto la comunicación de la presentación de mi libro Al paso de los días. Será el viernes 24,
a las ocho de la tarde en el Casino Obrero de Béjar. Estaremos rodeados de
buenos amigos. Estáis invitados.
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