EL MEJOR ESPAÑOL DE LA HISTORIA
Contemplé ayer noche el último programa de una serie
televisiva en la que se buscaba nada menos que al «mejor español de la historia».
Era la última entrega de una serie corta. No había visto ningún programa
anterior y este lo vi por curiosidad y por conocer cuál era la elección de algo
tan llamativo.
Poco me importa la parafernalia televisiva, o más bien
nada. Al resultado final hay que restarle, además, un buen puñado de variables:
la votación era popular y no de especialistas, la muestra no sería demasiado
grande, eso de «el mejor» no sé qué significa ni cómo se puede llegar a
alimentar un concepto absoluto, pues depende de los parámetros que apliques; el
programa no era más que un juego televisivo sin más precisión y cien cosas más.
Pero creo que se jugaba algo más importante desde el
punto de vista social.
Los cinco finalistas eran nada menos que Cervantes,
Lorca, Isabel la Católica, Colón y Ramón y Cajal. Cualquiera merecía ese
galardón. Eso no se discutía.
El resultado fue sorprendente, para mí y para todos
los que componían una mesa de personas conocidas (en estos tiempos siempre se
echa mano de famosetes para todo). Y el primer lugar fue para… (ta-chán,
ta-chán) Ramón y Cajal.
En el cuadro aparecían dos personajes del mundo
literario, dos del mundo histórico y uno del mundo científico. Y ganó el del
mundo científico.
Descolocado me dejó el resultado. Lo que no era más
que una anécdota se convirtió para mí en una categoría.
He reflexionado varias veces acerca de la importancia
que, en nuestra cultura, se le ha dado al mundo llamado de las letras y al
llamado de las ciencias. Y creo que es evidente que nuestra cultura, en
términos generales, es una cultura de letras. En ese mundo (literario,
religioso, humanístico, jurídico…) tenemos gentes destacadas en gran número.
Sin embargo, del mundo técnico y científico (siempre en términos generales) no
se puede decir lo mismo, pensando este en sentido histórico, no solo actual.
Las razones son muchas y, según mi opinión, apuntan en dirección a la
importancia que han tenido siempre la religión católica y la estructura social durante
tantos siglos.
No se trata aquí de afirmar si esto ha sido bueno o
malo; se trata de decir que ha sido, simplemente.
Los tiempos modernos parece que han marcado casi
repentinamente una dirección opuesta. De este modo, aquello que, hasta hace no
mucho, era o desconocido o desconsiderado ahora es estimado en mayor medida que
aquello que antes era ensalzado. En nuestros días, parece que la sociedad
recompensa más a un científico (apariencias de artistas, deportistas y
famosetes al uso aparte) que a un humanista. Si fuera verdad esto (y la
encuesta, con todas sus deficiencias, así lo muestra), el cambio habría sido
radical. En esfuerzos y en escala de valores, sobre todo. Poco puede extrañar,
en este contexto, que el mundo de las humanidades ande tan relegado.
Lo que era un concurso con ribetes populares se
convierte así en algo que apunta a un cambio histórico esencial. Y lo que era
una anécdota se convierte en una categoría.
El razonamiento acerca del peso que deben ocupar las
ciencias y las humanidades queda así abierto. Y la necesidad de que se
complementen también sube a la palestra. Allá cada cual.
Todos los finalistas merecen nuestra admiración. Ramón
y Cajal también, por supuesto. Todos son referentes y espejos en los que
mirarse para orientarnos y para que nos guíen.
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